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Casa de Austria

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La Casa de Austria, conocida también como la dinastía Habsburgo, fue la familia reinante en la Monarquía Hispánica durante los siglos XVI y XVII. Su dominio comenzó con la Concordia de Villafáfila, firmada el 27 de junio de 1506. En este acuerdo, Felipe I el Hermoso fue reconocido como rey consorte de la Corona de Castilla, mientras que su suegro, Fernando el Católico, continuó gobernando la Corona de Aragón. Este reparto marcó el inicio de la influencia de los Habsburgo en los territorios hispánicos.

El reinado de los Habsburgo en España perduró hasta la muerte de Carlos II, el último monarca de esta dinastía, ocurrida el 1 de noviembre de 1700. La falta de un heredero directo tras su fallecimiento desencadenó la Guerra de Sucesión Española, un conflicto que puso fin a la hegemonía de los Austrias en los reinos hispánicos y marcó el comienzo de una nueva etapa bajo la dinastía borbónica.

Historia de la dinastía

La creación de un Imperio (1516-1521)

La formación de la Monarquía Hispánica no fue un evento único ni inmediato, sino el resultado de un largo y accidentado proceso histórico. Un momento clave fue la unión dinástica entre las Coronas de Castilla y Aragón, fruto del matrimonio entre Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón. Aunque este enlace marcó un hito en la historia política de la península, no significó una integración completa ni libre de conflictos.

Tras la muerte de Isabel I en 1504, la Corona de Castilla pasó a su hija Juana, cuya incapacidad permitió que Fernando II asumiera la regencia. La temprana muerte del príncipe Juan, único hijo varón de los Reyes Católicos, y la posterior llegada al trono de Carlos I, nieto de Isabel y Fernando, abrieron una nueva etapa. Carlos, además de heredar los territorios hispánicos, accedió a los vastos dominios de los Habsburgo y fue elegido como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico con el nombre de Carlos V, consolidando un imperio global.

Bajo Carlos I, la Monarquía Hispánica se enfrentó a grandes retos. La acumulación de poder en un monarca extranjero y las reformas administrativas impulsadas por su gobierno generaron tensiones internas, como la Guerra de las Comunidades de Castilla, una revuelta que evidenció el descontento frente a la centralización del poder. A pesar de estos conflictos, Carlos logró consolidar su autoridad y establecer los fundamentos de una monarquía que trascendía fronteras.

La Monarquía Hispánica se caracterizó por su complejidad. Era una entidad compuesta por territorios diversos, cada uno con sus propias leyes, costumbres y tradiciones. A pesar de esta diversidad, el monarca ejercía una autoridad suprema que buscaba mantener una cierta cohesión entre los reinos. El carácter global del imperio, con intereses en Europa, América y Asia, le otorgó un papel preponderante en la política internacional, pero también lo enfrentó a constantes conflictos, tanto internos como externos.

Reina Juana I de Castilla

Casa de Austria

1516-1700

Estandarte Real

 

Dominios de los Austrias en 1598

Capital 

Madrid (1561-1601)
Valladolid (1601-1606)
Madrid (desde 1606)

Entidad

Casa Real                   

Período histórico  

• 14 de marzo
de 1516  

• 1 de noviembre
de 1700

Edad Moderna 

Proclamación de Carlos I 

Muerte de Carlos II

Rey

• 1516-1556
• 1556-1598
• 1598-1621
• 1621-1665
• 1665-1700

                                            

Carlos I
Felipe II
Felipe III
Felipe IV
Carlos II

Religión

Catolicismo                                             

Emperador Carlos I de España (1521-1556)

Durante el reinado de Carlos V, la acumulación de poder en su figura y la expansión de los territorios bajo el dominio de la dinastía Habsburgo despertaron una considerable preocupación en Europa. Uno de sus principales rivales, el rey de Francia Francisco I, se sintió amenazado al encontrarse rodeado por territorios controlados por Carlos. Este sentimiento de inseguridad llevó a Francisco a iniciar un conflicto al invadir las posesiones españolas en Italia en 1521, marcando el comienzo de una nueva etapa en las Guerras Italianas.

El conflicto resultó ser un desastre para Francia. En la Guerra de los Cuatro Años (1521-1526), Francia sufrió derrotas significativas en batallas como Bicoca (1522) y Pavía (1525). Esta última fue particularmente trascendental, ya que Francisco fue capturado, lo que reforzó el dominio de Carlos en Italia. Posteriormente, durante la Guerra de la Liga de Cognac (1527-1530), Francia volvió a ser derrotada, con victorias imperiales en enfrentamientos como Landriano (1529). Finalmente, Francisco se vio obligado a renunciar a sus reclamaciones sobre Milán, consolidando el control de España en la región.

La victoria en la batalla de Pavía sorprendió tanto a italianos como a alemanes, quienes comenzaron a temer que Carlos pudiera buscar aún mayor poder. Esto llevó al papa Clemente VII a aliarse con Francia y varios estados italianos en la Liga de Cognac para oponerse al emperador. Sin embargo, los acontecimientos tomaron un giro inesperado cuando los ejércitos de Carlos, sin recibir pago suficiente, saquearon Roma en 1527, obligando al papa y a sus sucesores a adoptar una postura más prudente en sus relaciones con el poder secular.

Con el frente francés controlado, Carlos volvió su atención a los conflictos internos del Sacro Imperio Romano Germánico, donde la Reforma Protestante, iniciada en 1517, estaba desafiando tanto la autoridad imperial como la unidad religiosa. Aunque Carlos intentó inicialmente resolver estas tensiones mediante negociación, como en la Dieta de Worms (1521) y el Concilio de Trento (1545), la radicalización de los estados protestantes, agrupados en la Liga de Esmalcalda, llevó al enfrentamiento armado.

Carlos lideró personalmente un ejército de tropas españolas y flamencas en Alemania, logrando una importante victoria sobre los protestantes en la Batalla de Mühlberg en 1547. Sin embargo, esta victoria no fue suficiente para resolver el conflicto de manera definitiva. En 1555, Carlos se vio obligado a firmar la Paz de Augsburgo, que reconocía la coexistencia de católicos y protestantes en el imperio. Este acuerdo estableció un precedente para la implicación de España como defensora del catolicismo en el Sacro Imperio, un papel que décadas más tarde desembocaría en su participación en la Guerra de los Treinta Años, un conflicto que marcó el declive de España como potencia hegemónica en Europa.

En el ámbito personal, en 1526 Carlos contrajo matrimonio con la infanta Isabel de Portugal, consolidando aún más los lazos entre las coronas española y portuguesa. Finalmente, en 1556, Carlos abdicó de sus responsabilidades, dividiendo sus dominios: el trono español pasó a su hijo, Felipe II, mientras que el Sacro Imperio quedó en manos de su hermano, Fernando. Retirado al monasterio de Yuste, en Extremadura, Carlos vivió sus últimos años en reclusión, enfrentando problemas de salud y una posible crisis nerviosa antes de su muerte en 1558.

El sucesor, Felipe II (1556-1598)

Durante el siglo XVI, bajo el reinado de Felipe II, España alcanzó el apogeo de su poder militar y territorial, aunque también enfrentó numerosos desafíos que marcarían el inicio de su declive. Entre los logros más destacados de esta etapa están las victorias sobre Francia en las batallas de San Quintín (1557) y Gravelinas (1558), que culminaron con la Paz de Cateau-Cambrésis en 1559. Este tratado consolidó la supremacía española en Italia y aseguró un periodo de estabilidad en las relaciones con Francia, permitiendo que España disfrutara de una época de expansión y hegemonía internacional entre 1559 y 1643.

Sin embargo, esta expansión tuvo un costo considerable. Se argumenta que los monarcas Habsburgo, en lugar de concentrar sus esfuerzos en Castilla, el núcleo de su imperio, priorizaron sus objetivos dinásticos. Estos incluían debilitar a Francia, mantener el control católico en Alemania y contener al Imperio Otomano. Este enfoque, reflejado en la frase atribuida a Felipe II de que preferiría perder su reino antes que gobernar sobre herejes, contribuyó a desviar recursos esenciales de la península ibérica, alimentando el declive económico y político de España.

En el Nuevo Mundo, el imperio alcanzó una expansión sin precedentes con la conquista de los imperios azteca (1519-1521) e inca (1532-1540). También se fundaron colonias importantes como Florida, Buenos Aires, y Manila. Aunque las riquezas procedentes de América consolidaron el poder español en Europa, esta dependencia de la plata americana exacerbó la inflación y obstaculizó el desarrollo económico interno, dejando a España rezagada frente a los avances del capitalismo en el norte de Europa.

Simultáneamente, el Imperio Otomano representaba una amenaza constante. La muerte de Solimán el Magnífico y la sucesión de Selim II alentaron a Felipe II a enfrentarse a los otomanos. En 1571, la Batalla de Lepanto, liderada por Juan de Austria, resultó en una histórica victoria naval que alivió la presión otomana en el Mediterráneo occidental, aunque no alteró significativamente la hegemonía otomana en el este.

Felipe II de España

Mientras tanto, los Países Bajos españoles, un territorio crucial heredado de los Borgoñones, se convirtieron en un foco de conflicto. En 1566, disturbios liderados por calvinistas llevaron a una dura represión por parte del Duque de Alba. La resistencia encabezada por Guillermo de Orange dio inicio a la Guerra de los Ochenta Años, que dividiría el territorio en un norte protestante independiente (las Provincias Unidas) y un sur católico que permaneció bajo control español. La guerra, junto con la creciente hostilidad de Inglaterra bajo Isabel I, culminó en el fracaso de la Gran Armada en 1588, un desastre climático que debilitó gravemente a la flota española.

En 1580, la anexión de Portugal y su imperio ultramarino amplió aún más los dominios de Felipe II, pero mantener el control de estas vastas posesiones requirió recursos significativos, profundizando las tensiones internas. Los enfrentamientos con Inglaterra y Francia, junto con la resistencia holandesa, llevaron a una sucesión de quiebras económicas, como la de 1596.

La guerra religiosa en Francia también implicó a España. Felipe II apoyó a la Liga Católica contra Enrique IV de Navarra, el líder protestante que se convertiría en rey de Francia. Aunque las victorias españolas en la frontera fueron importantes, el agotamiento militar y económico debilitó su posición. En 1609, bajo el reinado de Felipe III, se firmó la Tregua de los Doce Años con las Provincias Unidas, marcando un periodo conocido como la Pax Hispánica. Este acuerdo permitió a España reorganizarse temporalmente, aunque las tensiones continuarían erosionando su hegemonía en las décadas siguientes.

El reinado de Felipe III

Con la llegada al trono de Felipe III, España experimentó una etapa marcada por la influencia de sus validos, quienes se encargaron de gestionar los asuntos del reino, muchas veces priorizando sus intereses personales. Felipe III, con escasa inclinación por la política, delegó en su favorito, el Duque de Lerma, un hombre que, aunque logró sanear las finanzas del estado, también acumuló una inmensa fortuna personal de unos 44 millones de táleros, lo que despertó acusaciones de corrupción y enemistades dentro de la corte. Este ambiente de intrigas culminó en la ejecución de Rodrigo Calderón, hombre de confianza de Lerma, y en el desplazamiento del propio Lerma en 1618 a favor de su hijo, el Duque de Uceda, quien representaba los intereses de una facción rival.

No sería hasta 1621, con el ascenso de Felipe IV, cuando los Sandoval fueron reemplazados en el círculo cercano del poder por los Zúñiga. Baltasar de Zúñiga, un veterano diplomático en Viena, asumió un papel destacado al abogar por una política de estrecha alianza con los Habsburgo austríacos, creyendo que este vínculo era esencial para contrarrestar tanto a Francia como a los Países Bajos. Durante los últimos años del reinado de Felipe III, Zúñiga ya había fortalecido esta relación, y bajo su influencia, España intervino en la Guerra de los Treinta Años, enviando a Ambrosio Spinola, comandante del Ejército de Flandes, a invadir el Palatinado.

Tras la muerte de Zúñiga en 1622, su sobrino, Gaspar de Guzmán y Pimentel, más conocido como el Conde-Duque de Olivares, asumió el liderazgo político. Olivares, un estadista ambicioso y reformista, identificó a las Provincias Unidas como el principal obstáculo para la recuperación de España. Consideraba que los banqueros y comerciantes holandeses financiaban los esfuerzos que socavaban la hegemonía española en Europa y sus colonias. Sin embargo, sus reformas enfrentaron grandes dificultades, ya que España necesitaba paz para llevarlas a cabo, pero seguía profundamente inmersa en múltiples conflictos.

A pesar de algunos éxitos militares iniciales en los Países Bajos bajo el liderazgo de Spinola, la economía de Castilla sufrió un colapso en 1627 debido a la continua devaluación de la moneda para financiar las guerras. Este desastre económico debilitó a España, y en 1639, su flota fue derrotada por los holandeses en la Batalla de las Dunas, lo que comprometió la capacidad de abastecer al Ejército de Flandes. Este ejército, que representaba el orgullo militar español, enfrentó en 1643 una derrota a manos de los franceses liderados por el príncipe de Condé en la Batalla de Rocroi.

Las tensiones internas también se agudizaron en la década de 1640, con rebeliones en Cataluña, Nápoles y Portugal, todas ellas apoyadas por Francia. En 1648, tras la derrota en la Batalla de Lens, España firmó la Paz de Westfalia, que reconoció la independencia de las Provincias Unidas y puso fin tanto a la Guerra de los Ochenta Años como a la Guerra de los Treinta Años. Aunque España mantuvo un estado de relativa paz con Portugal durante algunos años, los intentos de recuperar el control sobre este reino tras la muerte de Juan IV en 1657 resultaron infructuosos. Las derrotas en las batallas de Ameixial (1663) y Montes Claros (1665) obligaron a España a reconocer finalmente la independencia de Portugal en 1668.

El periodo de Felipe III y Felipe IV refleja un claro contraste entre los intentos de mantener el esplendor imperial y las profundas crisis económicas, militares y políticas que marcaron el inicio del declive definitivo de España como potencia hegemónica en Europa.

La esperanza de Felipe IV

Felipe IV fue testigo del progresivo deterioro del Imperio español, un proceso que marcó profundamente tanto su vida personal como su reinado. En 1643, el despido de su valido y hombre de confianza, el Conde-Duque de Olivares, supuso un punto de inflexión en su gobierno. Este acontecimiento, que reflejaba las crecientes tensiones políticas y los fracasos administrativos, representó un duro golpe para el monarca, quien dependía en gran medida de Olivares para la dirección de los asuntos del Estado.

La situación personal de Felipe empeoró aún más tras la muerte de su hijo y heredero, Baltasar Carlos, en 1646, cuando el príncipe tenía apenas diecisiete años. Este hecho, además de truncar las esperanzas dinásticas del monarca, lo sumió en una profunda tristeza, agravando su abatimiento en medio de los continuos desafíos que enfrentaba el reino.

En los últimos años de su vida, Felipe IV adoptó una perspectiva más mística, buscando reflexionar sobre los errores cometidos durante su reinado y las consecuencias para su país. Aunque intentó enmendar parte del daño que había sufrido España, los problemas estructurales y las circunstancias no le permitieron revertir el curso del declive.

Cuando murió en 1665, Felipe dejó un imperio desgastado y lleno de desafíos, pero con la esperanza de que su hijo pudiera, de algún modo, ser más afortunado y restaurar el esplendor perdido de la corona.

Carlos II, el último Habsburgo

Tras la muerte de Felipe IV, el trono quedó en manos de su hijo Carlos II, quien apenas contaba con cuatro años de edad. Ante esta situación, su madre, Mariana de Austria, asumió la regencia. Sin embargo, gran parte del poder fue delegado en el padre Nithard, un jesuita austriaco que actuó como valido, marcando el inicio de un periodo de luchas internas por el control del gobierno. El reinado de Carlos II puede dividirse en dos etapas claramente diferenciadas.

La primera fase, que abarcó desde 1665 hasta 1679, estuvo dominada por un entorno político y económico inestable. Este periodo se caracterizó por un letargo económico y constantes pugnas entre los principales validos: el padre Nithard, Fernando de Valenzuela y don Juan José de Austria, hijo ilegítimo de Felipe IV. La confrontación alcanzó su clímax en 1677, cuando don Juan José ejecutó un golpe de Estado que obligó al joven Carlos II a deshacerse de Nithard y Valenzuela, consolidando así su posición como figura central del gobierno.

Durante su tiempo en el trono, Carlos II ha sido tradicionalmente percibido como el símbolo de la decadencia y el estancamiento de España, especialmente si se compara con los cambios significativos que transformaban el resto de Europa, como la Revolución de 1688 en Inglaterra o el esplendor del reinado de Luis XIV en Francia. Mientras tanto, el sistema burocrático creado bajo Carlos I y Felipe II exigía un monarca con gran capacidad de liderazgo, algo que los sucesores de aquellos grandes reyes, incluyendo Felipe III y Felipe IV, no pudieron proporcionar. Carlos II, aquejado por graves problemas de salud y limitado en sus habilidades, carecía del vigor necesario para enfrentar los desafíos del imperio. No obstante, historiadores modernos ofrecen una perspectiva más comprensiva hacia su figura, destacando su conciencia de las dificultades que enfrentaba su reinado y su genuino sentido de responsabilidad.

El testamento de Carlos II, considerado por muchos como su mayor legado, refleja esta consciencia. En este documento, redactado poco antes de su muerte sin descendencia en 1700, el monarca nombró como sucesor al duque de Anjou, nieto de Luis XIV, estableciendo así el camino para la sucesión borbónica en España. Su declaración expresa este acto de deber y previsión:

«Declaro mi sucesor (en el caso de que Dios se me lleve sin dejar hijos) el de Anjou, hijo segundo del Delfín de Francia; y, como a tal, lo llamó a la sucesión de todos mis reinos y dominios sin excepción de ninguna parte de ellos.»

La segunda etapa del reinado comenzó en 1680, con el ascenso del duque de Medinaceli como nuevo valido. Medinaceli intentó estabilizar la debilitada economía española a través de medidas de gran alcance, como un proyecto de deflación que, aunque perjudicó las arcas reales, permitió mejorar el poder adquisitivo de los ciudadanos. En 1685, el conde de Oropesa, Manuel Joaquín Álvarez de Toledo, reemplazó a Medinaceli, continuando con importantes reformas. Entre estas destacó la creación de un presupuesto fijo para los gastos de la Corte, la reducción de impuestos y la reestructuración del sistema fiscal mediante la reforma del catastro, acompañado por el nombramiento de técnicos capacitados en lugar de aristócratas.

En el ámbito internacional, las tensiones con Francia, una constante durante gran parte de su reinado, se resolvieron con la firma del Tratado de Ryswick, que entre otros acuerdos significativos, estableció la partición de la isla de La Española entre Francia y España. A pesar de las adversidades, el reinado de Carlos II logró preservar los dominios españoles en América y Europa, sentando las bases para una recuperación económica que beneficiaría a su sucesor. Aunque su figura sigue siendo objeto de debate histórico, es innegable que su testamento y las reformas implementadas durante los últimos años de su reinado representaron esfuerzos genuinos por mantener la estabilidad del imperio en medio de su evidente decadencia.

Árbol genealógico de la casa de Austria

La Inquisición española

La Inquisición española, establecida formalmente durante el reinado de los Reyes Católicos, se mantuvo activa a lo largo de los siglos bajo la dirección de sus sucesores de la casa de Habsburgo y perduró hasta el siglo XIX. Desde sus inicios, se consolidó como una institución clave del poder monárquico, desempeñando un papel central en la supervisión religiosa y social del reino. Bajo el reinado de Carlos I, esta institución alcanzó un nivel de estructuración sin precedentes al convertirse en un ministerio oficial del gobierno español, lo que le otorgó autonomía y un control significativo sobre aspectos cruciales de la vida en el país durante el siglo XVI.

Uno de los hitos más revisados históricamente de este periodo fue la aprobación de los Estatutos de limpieza de sangre, una normativa que excluía de numerosos cargos públicos y espacios institucionales a quienes no podían demostrar un linaje completamente «cristiano viejo», es decir, libre de ascendencia judía. Esta medida no solo reforzó las bases del sistema social y político de la época, sino que también consolidó la influencia de la Inquisición como guardiana de los valores religiosos y culturales que definían la identidad del reino.

Sin embargo, a pesar de la reputación negativa que históricamente se ha atribuido a la Inquisición española, su funcionamiento como tribunal de justicia presenta matices que merecen ser analizados con detenimiento. En muchos casos, este tribunal se caracterizó por mostrar una notable benevolencia en sus procedimientos, priorizando la obtención del arrepentimiento y la reintegración de los acusados antes que la imposición de castigos severos. Este enfoque hacía que, en comparación con otros tribunales de la época, tanto civiles como religiosos, muchos reos prefirieran ser juzgados por la Inquisición, percibiendo en ella un mayor grado de imparcialidad y clemencia.

En relación con las demás inquisiciones europeas, la española destacó por ser una de las más reguladas y estructuradas en sus procedimientos legales. Aunque no exenta de episodios de rigor extremo, su marco judicial ofrecía ciertas garantías procesales que la diferenciaban de sus equivalentes en otros países, consolidando su particularidad dentro del contexto de la justicia en la Europa moderna.

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