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El Imperio español

Inicio

El Imperio español, conocido también como Monarquía Hispánica, Monarquía Católica o simplemente España, fue una vasta red de territorios bajo el control de las dinastías y gobiernos españoles entre el siglo XV y el siglo XX. En sus diferentes etapas, recibió denominaciones como Reino de España e Indias, Reino de las Españas o Corona española.

A partir del descubrimiento de América en 1492, liderado por la Casa de Austria, España llevó a cabo una ambiciosa empresa de exploración y conquista. Estas campañas abarcaron desde el suroeste de los actuales Estados Unidos hasta Centroamérica, incluyendo el Caribe y amplias regiones de Sudamérica occidental. Además, se establecieron fuertes y asentamientos en áreas tan remotas como Alaska y la actual Columbia Británica. Estos territorios fueron inicialmente incorporados a la Corona de Castilla y posteriormente reorganizados bajo la Corona española como reinos. Su administración comenzó con la creación de dos virreinatos principales: Nueva España y Perú.

A finales del siglo XVI, la expansión se extendió al Pacífico, formando las Indias orientales españolas. Este conjunto de territorios incluía las Filipinas, las Marianas (incluyendo Guam), el norte de Formosa y las Carolinas (incluidas las Palaos), todos gestionados bajo la jurisdicción de Nueva España. Con el tiempo, el virreinato del Perú fue subdividido para crear nuevas unidades administrativas: los virreinatos de Nueva Granada en el norte y del Río de la Plata en el sur.

En el continente europeo, el Imperio español abarcaba una amplia gama de territorios, incluyendo los Países Bajos españoles, partes de Italia como el Milanesado y los reinos de Nápoles, Sicilia y Cerdeña, así como posesiones como el Franco Condado y el Rosellón, actualmente en Francia.

En África, la presencia española comenzó con la integración de Canarias a la Corona de Castilla en 1402 y, más tarde, la incorporación de Guinea hacia finales del siglo XVIII. Hasta el siglo XIX, los dominios en África consistían principalmente en plazas fuertes y enclaves. Con el reparto territorial de África, España consolidó su control sobre territorios en el Sáhara Occidental, el golfo de Guinea y Marruecos.

El Imperio español llegó a abarcar entre 14 y 20 millones de kilómetros cuadrados, lo que representaba cerca de una séptima parte de las tierras emergidas del planeta a finales del siglo XVIII. Su periodo de mayor expansión territorial se produjo entre 1580 y 1640, durante los reinados de Felipe II, Felipe III y Felipe IV. Este período coincide con la unión dinástica con Portugal, lo que permitió incorporar temporalmente los vastos territorios del imperio portugués bajo el dominio de la Corona española.

Esta vasta red territorial convirtió al Imperio español en una de las mayores potencias de su tiempo, dejando un legado cultural, político y económico que perdura hasta hoy.

Desde los orígenes hasta los Reyes Católicos

Contexto medieval

En el siglo IX, el rey Alfonso III de Asturias se destacó como uno de los primeros monarcas de la península ibérica en adoptar la noción de imperio. En 867, se proclamó como Adefonsus totius Hispaniae imperator. Años después, en 877, asumió el título de Adefonsus Hispaniae imperator, y en 906 se le menciona como Adefonsus… Hispaniae rex. Este concepto imperial continuó siendo utilizado por algunos de sus descendientes.

Territorios del Imperio Mediterráneo de la Corona de Aragón
Territorios del Imperio Mediterráneo de la Corona de Aragón

A comienzos del siglo XV, los distintos reinos peninsulares tenían objetivos diversos en sus estrategias internacionales. Navarra, limitada por el avance territorial de Castilla y Aragón, orientó sus relaciones diplomáticas hacia Francia. Por otro lado, el Tratado de Almizra había definido las zonas de reconquista para Castilla y Aragón, lo que provocó que ambas coronas desarrollaran políticas exteriores similares, aunque con enfoques distintos. Castilla priorizaba la culminación de la Reconquista y trabajaba para prevenir incursiones musulmanas mediante la toma de plazas e islas en el norte de África, incluso antes de conquistar el Reino nazarí de Granada. No obstante, estos esfuerzos coincidieron con una guerra civil interna entre los seguidores de Isabel la Católica y los de Juana la Beltraneja, quienes disputaban la sucesión de Enrique IV.

Por su parte, la Corona de Aragón dirigió su política expansionista hacia el Mediterráneo central y oriental. A través de la herencia de Constanza II de la Casa de Hohenstaufen, adquirió Sicilia durante las luchas entre güelfos y gibelinos. Además, gracias a la intervención del papa, obtuvo los reinos insulares de Cerdeña y Sicilia. Aragón incluso logró establecer su influencia en los Balcanes mediante los Almogávares, quienes conquistaron territorios griegos como los ducados de Atenas y Neopatria durante la Francocracia.

La expansión oriental continuó bajo Alfonso V el Magnánimo, quien en 1451 subordinó al Principado de Albania con la ayuda de Skanderbeg y mantuvo brevemente vasallos en el Reino de Bosnia, como Stjepan Vukčić Kosača. Sin embargo, las tensiones con el Imperio Otomano y las repúblicas marítimas italianas limitaron su control en el Mediterráneo Oriental.

A finales de la Edad Media, Aragón enfrentó problemas de sucesión tras la muerte de Martín el Humano en 1410. La cuestión fue resuelta de manera pacífica con el Compromiso de Caspe, donde Fernando de Antequera, de la dinastía Trastámara, fue elegido como monarca. Este evento sentó las bases para la futura unión de las coronas de Castilla y Aragón con el ascenso de Fernando el Católico, lo que marcó el inicio del proceso de unificación de ambos reinos.

A comienzos del siglo XV, los distintos reinos peninsulares tenían objetivos diversos en sus estrategias internacionales. Navarra, limitada por el avance territorial de Castilla y Aragón, orientó sus relaciones diplomáticas hacia Francia. Por otro lado, el Tratado de Almizra había definido las zonas de reconquista para Castilla y Aragón, lo que provocó que ambas coronas desarrollaran políticas exteriores similares, aunque con enfoques distintos. Castilla priorizaba la culminación de la Reconquista y trabajaba para prevenir incursiones musulmanas mediante la toma de plazas e islas en el norte de África, incluso antes de conquistar el Reino nazarí de Granada. No obstante, estos esfuerzos coincidieron con una guerra civil interna entre los seguidores de Isabel la Católica y los de Juana la Beltraneja, quienes disputaban la sucesión de Enrique IV.

Expansión portuguesa

Finalmente, Portugal había concluido su proceso de reconquista, logrando imponerse al rey castellano Alfonso X el Sabio en la toma del Algarbe. A partir de este momento, Enrique el Navegante orientó su expansión hacia el Atlántico, comenzando con la conquista de Ceuta, seguida por la toma de Madeira en 1425 y de las islas Azores en 1427. Esta expansión continuó con la fundación de asentamientos en África y Asia, con el objetivo de establecer una ruta comercial con la India y China, que eventualmente permitiera circunnavegar el continente africano.

Imperio español

1402 - 1976

En la parte izquierda se encuentra el estandarte heráldico de los Reyes Católicos, que estuvo en uso desde 1492 hasta 1504. A la derecha, aparece la Cruz de Borgoña, que fue el símbolo naval y militar de la Monarquía entre 1516 y 1700. Y por último, se muestra la bandera que se utilizó entre 1785-1873 y nuevamente entre 1875 y 1931.

 

Mapa del Imperio español con todas sus posesiones desde su inicio hasta el año 1976, incluyendo los territorios de la Unión Ibérica entre 1580 y 1640.

Capital

Burgos y Toledo (disputada; 1492-1519)
Toledo («ciudad imperial»; 1519-1561)
Madrid (1561-1601)
Valladolid (1601-1606)
Madrid (desde 1606)

Idioma oficial

Español                                                    

Superficie  

• Total

 

20.000.000 km²                                        

Población (1790)  

• Total  

• Densidad

 

60 000 000 hab.                                       

3 hab/km²

                                      

Superficie histórica 

• 1790 ​ 

• 1821-1898  

• 1492-1976

 

20 000 000 km²                                        

934 000 km² 

22 000 000 km²

Población histórica  

• 1790 

• 1492-1976

 

27 400 000 hab.                                      

68 000 000 hab.

Moneda

Real de a 8, doblón, peseta                   

Religión

Catolicismo                                             

Reyes de España

 

• 1474-1516
• 1516-1700
• 1700-1808
• 1808-1813
• 1808-1868
• 1870-1873
• 1874-1931, 1975-presente

 

 

Casa de Trastámara
Casa de Austria
Casa de Borbón
Casa de Bonaparte
Casa de Borbón
Casa de Saboya
Casa de Borbón

Período histórico  

• 1402-1496  

• 1492  

• 1512 

• 1519-1521  

• 1532-1537  

• 1580 -1640  

• 1715  

• 1810-1833  

• 1898  

• 1957-1958  

• 1968  

• 1975
• 1976

 

Edad Moderna y Contemporánea 

Conquista de las islas Canarias 

Descubrimiento de América 

Conquista de Navarra 

Conquista de México 

Conquista del Perú 

Unión con Portugal 

Nueva Planta 

Guerras de independencia hispanoamericanas 

Guerra hispano-estadounidense 

Guerra de Ifni 

Independencia de Guinea Ecuatorial 

Acuerdos de Madrid
Fin de la presencia en el Sahara

Unión dinástica y Conquista de Granada

La unión dinástica de las Coronas de Castilla y Aragón se consolidó con el matrimonio de los Reyes Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón. Tras la victoria de Isabel en la guerra de Sucesión castellana contra los partidarios de Juana «la Beltraneja», ascendió al trono, pero ambos reinos mantuvieron sus administraciones independientes bajo una sola monarquía. La creación de un estado unificado fue un proceso que se desarrolló a lo largo de siglos. Los Reyes Católicos impulsaron la consolidación de un estado moderno absolutista y buscaron ampliar sus dominios.

La unión dinástica de las Coronas de Castilla y Aragón se consolidó con el matrimonio de los Reyes Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón. Tras la victoria de Isabel en la guerra de Sucesión castellana contra los partidarios de Juana «la Beltraneja», ascendió al trono, pero ambos reinos mantuvieron sus administraciones independientes bajo una sola monarquía. La creación de un estado unificado fue un proceso que se desarrolló a lo largo de siglos. Los Reyes Católicos impulsaron la consolidación de un estado moderno absolutista y buscaron ampliar sus dominios.

En el ámbito atlántico, Castilla inició la construcción de su imperio extrapeninsular, compitiendo con Portugal por el control de territorios desde finales del siglo XIV. Durante el reinado de Enrique III de Castilla, en 1402, Jean de Béthencourt obtuvo permiso para iniciar la conquista de las islas Canarias bajo vasallaje a Castilla. Mientras tanto, exploradores portugueses como Gonçalo Velho Cabral colonizaban las Azores, Cabo Verde y Madeira. El Tratado de Alcazobas de 1479 puso fin al conflicto entre ambos reinos, definiendo las zonas de influencia en África y el Atlántico: Castilla obtuvo las Canarias, y Portugal retuvo las islas bajo su dominio, Guinea y otras tierras exploradas. Este acuerdo fue ratificado en 1481 por la bula papal Aeterni regis. Los Reyes Católicos retomaron personalmente la conquista de las Canarias, dado el fracaso de los señores feudales en someter a los indígenas. Entre 1478 y 1496, Gran Canaria, La Palma y Tenerife fueron conquistadas en campañas lideradas por Juan Rejón, Pedro de Vera y Alonso Fernández de Lugo.

En el marco de la Reconquista, los Reyes Católicos lograron en 1492 la toma del reino de Granada, el último bastión musulmán de al-Ándalus. Este reino había sobrevivido hasta entonces mediante el pago de tributos en oro a Castilla y alianzas estratégicas con Aragón y el norte de África.

La expansión hacia el norte de África también caracterizó la política de los Reyes Católicos. En un esfuerzo por frenar la piratería que amenazaba las costas andaluzas y las rutas mercantes catalanas y valencianas, se lanzaron campañas militares: Melilla fue tomada en 1497, seguida de Villa Cisneros en 1502, Mazalquivir en 1505, el Peñón de Vélez de la Gomera en 1508, y otras plazas como Orán, Argel, Bugía y Trípoli entre 1509 y 1510. Isabel I expresó en su testamento que la Reconquista debía continuar en el norte de África, región que consideraba una extensión natural de su dominio, inspirándose en la antigua Nova Hispania romana.

La política de los Reyes Católicos

Los Reyes Católicos heredaron la política mediterránea de la Corona de Aragón, apoyando a la Casa de Nápoles aragonesa contra Carlos VIII de Francia. Tras la extinción de esta casa, reclamaron la reintegración de Nápoles a la Corona de Aragón. Como monarca de Aragón, Fernando II lideró las disputas con Francia y Venecia por el control de la península itálica, convirtiendo estos conflictos en el eje de su política exterior. Durante estas guerras, Gonzalo Fernández de Córdoba, «El Gran Capitán», revolucionó la organización militar al crear las coronelías, base de los futuros tercios, lo que marcó el inicio de una era dorada para los ejércitos españoles.

Tras la muerte de Isabel, Fernando adoptó una política más agresiva, empleando las riquezas de Castilla para expandir la influencia aragonesa en Italia y conquistar Navarra en 1512. Aunque su hija Juana I «la Loca» asumió nominalmente el trono de Castilla, fue declarada incapaz de gobernar, y Fernando ejerció la regencia, figurando ambos como reyes en los documentos oficiales.

El primer gran desafío de Fernando fue la guerra de la Liga de Cambrai contra Venecia. Los soldados españoles destacaron en la batalla de Agnadello (1509) junto a sus aliados franceses. Sin embargo, un año después, Fernando se unió a la Liga Católica contra Francia con la intención de tomar Milán y consolidar el control sobre Navarra. Aunque la campaña no tuvo el éxito esperado, en 1516 Francia aceptó una tregua que consolidó Navarra bajo la soberanía de la Corona de Castilla, tras dejar aislados a los reyes navarros Juan III de Albret y Catalina de Foix.

Para debilitar a Francia, los Reyes Católicos adoptaron una estrategia matrimonial, casando a sus hijas con las principales dinastías de Inglaterra, Borgoña y Austria. Tras la muerte de Fernando y la inhabilitación de Juana, Carlos de Austria, heredero de Austria y Borgoña, asumió también los tronos españoles.

Pendón heráldico de los Reyes Católicos (1492-1504)

Carlos I, heredero de los Reyes Católicos, tenía una visión política de corte medieval y destinó las riquezas peninsulares a la política imperial europea, en contraste con la visión estratégica de su abuela Isabel, quien en su testamento instó a continuar la Reconquista en el norte de África. Aunque Carlos lideró algunas campañas en la región (como en Orán, Túnez y Argelia), su atención se centró en los conflictos religiosos y políticos de Europa central y en las tierras descubiertas en América, descuidando la política de conquista africana. Este abandono tuvo consecuencias para la estabilidad del Mediterráneo hasta el siglo XIX.

Durante este período de auge como potencia europea, España experimentó un notable desarrollo cultural y científico. Destacaron los intercambios con figuras como Hieronymus Münzer y Martin Behaim, así como el interés de banqueros alemanes e italianos. Además, el país se consolidó como un centro prestigioso para el estudio de la teología católica, en respuesta a los desafíos planteados por la Reforma protestante.

Descubrimiento del Nuevo Mundo

La expansión atlántica resultó ser la que brindó los mayores éxitos. Con el fin de acceder a las riquezas de Oriente, cuya ruta comercial (especialmente la de las especias provenientes de las islas del Pacífico) estaba bloqueada por los otomanos y monopolizada por los genoveses y venecianos, los portugueses y los españoles compitieron por encontrar una nueva vía para evitar la tradicional ruta terrestre a través de Oriente Próximo. Los portugueses, que habían terminado su Reconquista mucho antes que los españoles, comenzaron sus expediciones buscando inicialmente las riquezas africanas. Posteriormente, intentaron circunnavegar África, lo que les permitiría controlar islas y costas del continente y abrir una nueva ruta hacia las Indias Orientales, sin depender del comercio monopolizado por Génova y Venecia, lo que sentó las bases del Imperio portugués.

Cuando Castilla completó su reconquista, los Reyes Católicos apoyaron a Cristóbal Colón, quien, convencido de que la circunferencia de la Tierra era más pequeña de lo que realmente era, intentó llegar a Cipango (Japón) y Catay (China) navegando hacia el Oeste. Su objetivo era el mismo que el de los portugueses: liberarse del dominio de las ciudades italianas para obtener mercancías orientales como especias y seda (superior a la producida en el reino de Murcia desde la dominación árabe). Sin saberlo, Colón descubrió América, abriendo así el camino para la conquista española de esas tierras.

Desembarco de Colón

Las nuevas tierras fueron reclamadas por los Reyes Católicos, aunque con la oposición de Portugal. Finalmente, el papa Alejandro VI intervino, resultando en el Tratado de Tordesillas de 1494, que dividió las áreas de influencia de ambos países. Según el tratado, una línea de demarcación situada a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde (a 46° 37′ de longitud oeste) separaba las zonas de España y Portugal. La zona occidental fue asignada a España, que se convirtió en dueña de la mayor parte del continente, excepto una pequeña porción al este, que corresponde al actual Brasil, y que quedó bajo control portugués. Este acuerdo fue respaldado por la cesión papal y la responsabilidad evangelizadora sobre los territorios descubiertos, lo cual los Reyes Católicos utilizaron como base para realizar su expansión imperial.

A principios del siglo XVI, tras la toma de La Española, los conquistadores comenzaron a buscar nuevos asentamientos. La creencia de que existían grandes territorios por descubrir en las nuevas tierras impulsó el deseo de continuar con las conquistas. Desde la Española, Juan Ponce de León conquistó Puerto Rico, Diego Velázquez lo hizo con Cuba, Alonso de Ojeda recorrió la costa de Venezuela y Centroamérica, Diego de Nicuesa ocupó lo que hoy es Nicaragua y Costa Rica, mientras que Vasco Núñez de Balboa llegó a Panamá y alcanzó el mar del Sur.

El Imperio de los Habsburgo (1516 - 1700)

El periodo comprendido entre la segunda mitad del siglo XVI y la primera del siglo XVII es conocido como el Siglo de Oro debido al florecimiento de las artes y las ciencias que se produjo en ese tiempo.

Durante el siglo XVI, España alcanzó una verdadera fortuna en oro y plata provenientes de «Las Indias». Entre los siglos XVI y XVII, desde 1503, llegaron a España, en un período de 160 años de intensa actividad minera, 16.900 toneladas de plata y 181 toneladas de oro.

Durante el reinado de Felipe II, se decía que «el Sol no se ponía en el Imperio», ya que su vasto territorio estaba disperso lo suficiente como para que siempre hubiera alguna parte del imperio que estuviera bajo la luz solar. El imperio tenía su centro en Madrid, que era la sede de la Corte, mientras que Sevilla era el principal punto desde donde se gestionaban las posesiones de ultramar.

Escudo de Carlos I

A raíz del matrimonio de los Reyes Católicos y los matrimonios de sus hijos, su nieto Carlos I heredó no solo la Corona de Castilla en la península ibérica, sino también una incipiente expansión en América (herencia de su abuela Isabel). Además, heredó las posesiones de la Corona de Aragón en el Mediterráneo italiano e ibérico (herencia de su abuelo Fernando), las tierras de los Habsburgo en Austria, a las que añadió Bohemia y Silesia, y se convirtió en emperador del Sacro Imperio Romano Germánico como Carlos V de Alemania tras una disputa con Francisco I de Francia. También se anexó los Países Bajos y el Franco Condado, herencia de su abuela María de Borgoña, y conquistó personalmente Túnez, además de disputar con Francia el control de la región de Lombardía. Su imperio era un conglomerado de territorios heredados, anexionados o conquistados.

La dinastía Habsburgo utilizó las riquezas castellanas y, desde los tiempos de Carlos V, pero más intensamente bajo Felipe II, las riquezas provenientes de América, para financiar guerras en toda Europa, con el objetivo principal de proteger los territorios adquiridos, los intereses del imperio, la causa católica y, en ocasiones, intereses dinásticos. Esto resultó en un impago frecuente de deudas contraídas con los banqueros alemanes y genoveses, lo que llevó a España a la bancarrota. Los objetivos políticos de la Corona eran varios:

  • Obtener productos americanos (oro, plata) y asiáticos (porcelana, especias, seda).
  • Minar el poder de Francia y contener su expansión hacia las fronteras orientales.
  • Mantener la hegemonía católica de los Habsburgo en Alemania, defendiendo los intereses de la Iglesia católica contra la Reforma protestante.
  • Contener la expansión del Imperio Otomano musulmán en Europa y combatir la piratería berberisca que amenazaba las posesiones mediterráneas españolas e italianas.

Frente a la posibilidad de que Carlos I decidiera concentrar las cargas de su imperio en el más rico de sus reinos, el de Castilla, lo que no era bien visto por los castellanos que se oponían a financiar guerras europeas que consideraban ajenas, y enfrentados a un creciente absolutismo real, surgió la sublevación de los Comuneros, que aún se conmemora cada año. A pesar de la rebelión, Carlos I se consolidó como el hombre más poderoso de Europa. Intentó frenar la Reforma protestante en la Dieta de Worms, pero Lutero se negó a retractarse de su herejía. Aunque firme defensor de la Catolicidad, durante su reinado se produjo el Saco de Roma, cuando sus tropas atacaron la Santa Sede tras la alianza del papa Clemente VII con la Liga de Cognac contra él.

A pesar de ser flamenco y hablar francés como lengua materna, Carlos I pasó por un proceso de castellanización. Cuando se reunió con el papa, le habló en español, y cuando un obispo francés se quejó de no entender el discurso, el emperador respondió: «Señor obispo, entiéndame si quiere y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana.» Esta frase se convirtió en un dicho popular en España: «Que hable en cristiano«, utilizado cuando se desea que alguien se exprese en español.

La conquista de América, Asia y Oceanía

La conquista continuó tanto en el continente americano como en la expansión hacia Asia y Oceanía. Hernán Cortés llegó al Imperio Azteca y Francisco Pizarro al Imperio Inca. Años después, bajo el reinado de Felipe II, el Imperio español se consolidó como una nueva fuente de riqueza para los reinos de España, aumentando su poder en Europa. Sin embargo, esta expansión también contribuyó a la inflación, lo que afectó negativamente a la industria peninsular. Como suele ocurrir, la economía más potente, la española, comenzó a depender de las materias primas y productos manufacturados de países más pobres, con mano de obra más barata. Esto facilitó la revolución económica y social en países como Francia, Inglaterra y otras regiones de Europa. Los efectos negativos del exceso de metales preciosos fueron discutidos por la Escuela de Salamanca, lo que originó una nueva forma de entender la economía, aunque los demás países europeos tardaron en asimilarlo.

Por otro lado, los elevados y poco fructíferos gastos bélicos derivados de la política europea de Carlos I, y heredados por su hijo Felipe II, se financiaron con préstamos de banqueros españoles, de Génova, Amberes y el sur de Alemania. Como resultado, los beneficios que obtuvo la Corona española fueron mucho menores que los que lograron más tarde otros países con ambiciones imperiales, como los Países Bajos y, más tarde, Inglaterra.

Buscadores de las Siete Ciudades de Oro

Batallas y conquistas (1521-1555)

Desde 1492, la conquista del Nuevo Mundo fue liderada por un grupo de guerreros y exploradores conocidos como conquistadores. Estos aprovecharon la desunión de algunos pueblos indígenas que se encontraban en guerra entre sí y muchos de ellos estuvieron dispuestos a alianzas con los españoles para derrotar a imperios más poderosos, como los aztecas o los incas. La superioridad tecnológica, incluida la logística avanzada, y la propagación de enfermedades europeas como la viruela, desconocidas en América, también fueron factores clave que ayudaron a la conquista, ya que mermaron considerablemente y de forma involuntaria a las poblaciones nativas.

Los principales conquistadores fueron Hernán Cortés, quien, entre 1519 y 1521, con unos 200.000 aliados amerindios, derrotó a los mexicas. Esto permitió la entrada en México, que sería la base del virreinato de la Nueva España. Este virreinato se expandió rápidamente hacia el sur gracias a las conquistas de Pedro de Alvarado, lugarteniente de Cortés, quien entre 1521 y 1525 incorporó lo que hoy son Guatemala, Honduras y El Salvador a los dominios españoles. Por otro lado, Francisco Pizarro inició la conquista del Perú en 1531, en un momento en que el Imperio Inca estaba debilitado por una guerra civil y la epidemia de viruela de 1529. El resultado fue el establecimiento del virreinato del Perú.

Tras la conquista de México, las leyendas sobre ciudades de oro como Cíbola en Norteamérica y El Dorado en Sudamérica impulsaron numerosas expediciones. Aunque muchas de estas expediciones fracasaron, algunas encontraron riquezas menores de lo esperado. También fueron importantes otros productos como la cochinilla, la vainilla, el cacao y el azúcar.

La Conquista de Tenochtitlán

La exploración del Nuevo Mundo fue activa y se realizaron logros como la primera circunnavegación del globo en 1522 por Juan Sebastián Elcano, quien sustituyó a Fernando de Magallanes tras la muerte de este último en el transcurso de la expedición.

En Europa, sintiéndose rodeado por las posesiones de los Habsburgo, Francisco I de Francia invadió en 1521 las posesiones españolas en Italia, lo que marcó el inicio de una nueva serie de conflictos entre Francia y España. Francisco I también apoyó a Enrique II de Navarra para recuperar el reino de Navarra, que había sido arrebatado por los españoles. Un levantamiento en Navarra, junto con la entrada de 12.000 hombres al mando de André de Foix, recuperó rápidamente el reino. Sin embargo, el ejército imperial se reorganizó con rapidez, formando una fuerza de 30.000 hombres bien preparados, entre ellos muchos comuneros que buscaban redimir su pena. El general Asparrots, en lugar de consolidar el reino, se dirigió a Logroño, lo que resultó en una derrota severa para los navarro-gascones en la batalla de Noáin, dejando el control de Navarra en manos de España.

Pizarro y los 13 de la fama 

En el frente de guerra de Italia, Francia sufrió una serie de desastrosas derrotas, como las de Bicoca (1522), Pavía (1525), en la que tanto Francisco I como Enrique II fueron capturados, y Landriano (1529). Tras estas humillantes derrotas, Francisco I finalmente cedió y entregó Milán nuevamente a los españoles. La victoria de Carlos I en la batalla de Pavía de 1525 sorprendió a muchos, especialmente a italianos y alemanes, al demostrar su determinación por alcanzar el mayor poder posible. En este contexto, el papa Clemente VII cambió de bando, aliándose con Francia y los emergentes estados italianos contra el emperador en la Guerra de la Liga de Cognac. La Paz de Barcelona, firmada entre Carlos I y el papa en 1529, mejoró las relaciones entre ambos, declarando a España como defensora de la causa católica y reconociendo a Carlos como rey de Lombardía en agradecimiento por su intervención en la rebelde República de Florencia.

Batalla de Pavía, tapiz de Bernard van Orley

En 1528, el almirante Andrea Doria se unió al emperador para expulsar a Francia y restaurar la independencia genovesa, lo que también permitió el primer préstamo de los bancos genoveses a Carlos I.

Durante la Unión personal entre el Sacro Imperio Romano Germánico y la Monarquía Hispánica bajo Carlos I, las relaciones entre Alemania y España prosperaron. Varios soberanos alemanes, como los Electores del Palatinado (Ottheinrich y Federico II), viajaron a España para estrechar lazos diplomáticos. A su vez, figuras destacadas de la nobleza española, como Fernando Álvarez de Toledo y Garcilaso de la Vega, adquirieron prominencia en el Sacro Imperio. Las casas comerciales de la Dinastía Welser y la Dinastía Fugger se convirtieron en los banqueros que financiaron las campañas de Carlos I, mientras expandían sus negocios hacia España y Portugal. Los Welser llegaron al Nuevo Mundo con la concesión de Klein-Venedig, y los Fugger operaron la mina de mercurio más productiva del mundo en Almadén, lo que impulsó el desarrollo económico de Europa y aceleró el Intercambio Colombino.

En cuanto a la conquista americana, tras la conquista del Perú, la primera ciudad fundada por los españoles fue Santiago de Quito (posteriormente trasladada a Santiago de Guayaquil) por Sebastián de Belalcázar y Diego de Almagro, bajo las órdenes de Francisco Pizarro en Ecuador. Más al norte, en 1538, Gonzalo Jiménez de Quesada fundó Santafé de Bogotá, y Pedro de Mendoza fundó Buenos Aires en 1536. En la década de 1540, Francisco de Orellana exploró la selva amazónica. En 1541, Pedro de Valdivia, continuando las exploraciones de Almagro, fundó Santiago de Nueva Extremadura en Chile, dando inicio a la Guerra de Arauco. Ese mismo año, se completó la conquista de la Confederación Muisca en el centro de Colombia, y se estableció el Nuevo Reino de Granada.

Como resultado de la defensa de los nativos por parte de la Escuela de Salamanca, la Corona española promulgó leyes para proteger a los pueblos indígenas en sus territorios americanos. Las Leyes de Burgos de 1512 fueron reemplazadas por las Leyes Nuevas de Indias en 1542, buscando mejorar las condiciones de los nativos en los virreinatos.

Leyes Nuevas de Indias

En 1543, Francisco I de Francia anunció una alianza histórica con el sultán otomano Solimán el Magnífico con el fin de tomar Niza, que estaba bajo control español. Enrique VIII de Inglaterra, a pesar de la oposición de Carlos I por el divorcio de Enrique con su tía, decidió unirse a este último en su invasión de Francia. Aunque las tropas imperiales sufrieron algunas derrotas, como la de Cerisoles, el emperador logró que Francia aceptara sus condiciones. Mientras tanto, los austriacos, bajo el liderazgo del hermano menor de Carlos I, continuaron combatiendo contra el Imperio otomano en el este. Carlos I, por su parte, se centró en resolver un viejo conflicto: la Liga de Esmalcalda.

La Liga de Esmalcalda contaba con el apoyo de los franceses, y los intentos por reducir su influencia en Alemania fueron rechazados. Tras la derrota francesa en 1544, que rompió su alianza con los protestantes, Carlos I aprovechó la oportunidad. Primero, intentó la vía diplomática con el Concilio de Trento en 1545, pero los líderes protestantes, sintiéndose traicionados por la postura de los católicos, tomaron las armas bajo el liderazgo de Mauricio de Sajonia. En respuesta, Carlos I invadió Alemania al mando de un ejército hispano-neerlandés, dando inicio a la Guerra de Esmalcalda. Confiado en restaurar la autoridad imperial, sus tropas, dirigidas por él mismo, lograron una decisiva victoria sobre los protestantes en la histórica batalla de Mühlberg en 1547. En 1555, firmó la Paz de Augsburgo con los estados protestantes, estableciendo la estabilidad en Alemania bajo el principio de Cuius regio, eius religio («Quien tiene la región, impone la religión»), una decisión impopular entre el clero italiano y español.

El compromiso de Carlos I en Alemania otorgó a España el papel de protector de la causa católica de los Habsburgo en el Sacro Imperio Romano Germánico. De este modo, los consejeros españoles de Carlos se convirtieron en defensores de la Contrarreforma, buscando reformar la curia romana sin tolerar los errores teológicos del Luteranismo. Esta labor se intensificó con la fundación de la Compañía de Jesús por San Ignacio de Loyola, quien era español y vasco. Gran parte del clero español adquirió una gran influencia en las regiones del Sacro Imperio que permanecieron católicas, como el sur de Alemania e Italia. Además, promovieron la cooperación intelectual entre teólogos escolásticos para responder a la Reforma Protestante. Incluso, intervinieron en las guerras religiosas europeas, apoyando a los estados católicos. Un claro ejemplo de la influencia española en Europa Central fue la integración del Ducado de Baviera en la red de alianzas de España durante el gobierno de Alberto V de Baviera, a través de redes diplomáticas e intercambios importantes para los herederos de Carlos I. Además, se confió a los jesuitas la administración del sistema de educación en los territorios bávaros, destacando figuras como Alfonso Salmerón y Gregorio de Valencia.

Mientras tanto, el Mediterráneo se convirtió en un campo de batalla contra los turcos, que apoyaban a piratas como el argelino Barbarroja. Carlos I optó por una estrategia marítima para eliminar a los otomanos, atacando sus asentamientos en los territorios venecianos en el este del Mediterráneo. Solo cuando los turcos atacaron la costa de Levante española se involucró personalmente en expediciones en África. Estas incluyeron ataques a Túnez y Argel en 1535 y 1541, respectivamente. En el Sudeste Asiático, España consolidó su dominio en el archipiélago de las Filipinas (nombradas en honor a Felipe II) y en islas adyacentes como Borneo, Molucas, la fortaleza de Tidore, y Formosa. Además, se establecieron fuertes en las islas Palaos, Marianas, Carolinas y Ralicratac.

Batallas sucesivas (1556-1571)

El emperador Carlos I repartió sus dominios entre su único hijo legítimo, Felipe II, y su hermano Fernando, quien recibió el Imperio de los Habsburgo. Para Felipe II, Castilla fue la base de su imperio, aunque la población de la región no era suficiente para proveer los soldados necesarios para sostener el vasto Imperio español. Con el matrimonio de Felipe II con María Tudor, Inglaterra y España se convirtieron en aliados.

Sin embargo, España no logró alcanzar la paz cuando Enrique II de Francia ascendió al trono en 1547, ya que inmediatamente reanudó los conflictos con España. Felipe II continuó la guerra contra Francia, logrando una gran victoria en la batalla de San Quintín en 1558, en Picardía, y nuevamente derrotando a Enrique II en la batalla de Gravelinas. El Tratado de Cateau-Cambrésis de 1559 reconoció finalmente las reclamaciones españolas en Italia. Durante las celebraciones posteriores al tratado, Enrique II murió a causa de una herida infligida por un trozo de madera de lanza. En los años siguientes, Francia fue devastada por una guerra civil que exacerbó las divisiones entre católicos y protestantes, lo que permitió a España intervenir en favor de los católicos y evitó que Francia pudiera competir con España y la Casa de Habsburgo en el escenario de poder europeo. Liberada de la oposición francesa, España alcanzó el apogeo de su poder y expansión territorial entre 1559 y 1643.

Felipe II de España

La bancarrota de 1557 marcó el inicio de la colaboración con los bancos genoveses, lo que trajo consigo el caos para los banqueros alemanes y terminó con la preeminencia de los Fúcares como principales financieros del Estado español. Los banqueros genoveses proporcionaron crédito fluido e ingresos regulares a los Habsburgo.

En el ámbito de la expansión ultramarina, España continuó su dominio: en 1565, Pedro Menéndez de Avilés fundó San Agustín en Florida, y rápidamente derrotó a un intento de los franceses, liderados por el capitán Jean Ribault, de establecer un asentamiento en el territorio español. San Agustín se convirtió en una base estratégica para la protección de los barcos españoles cargados de oro y plata provenientes de las Indias.

En Asia, el 27 de abril de 1565, Miguel López de Legazpi estableció el primer asentamiento en las Filipinas y puso en marcha la famosa ruta de los Galeones de Manila (también conocida como la Nao de la China). Manila fue fundada en 1572.

Tras la victoria de España sobre Francia y el inicio de las guerras de religión francesas, las ambiciones de Felipe II aumentaron. En el Mediterráneo, el Imperio otomano había comenzado a desafiar la hegemonía española, perdiéndose Trípoli (1531) y Bugía (1554), mientras la piratería berberisca y otomana se intensificaba. Sin embargo, en 1565, España intervino para salvar a los Caballeros de San Juan sitiados en Malta, infligiendo una grave derrota a los turcos.

La muerte de Solimán el Magnífico y la sucesión de su hijo, Selim II, menos capaz, envalentonó a Felipe II, quien declaró la guerra al Imperio otomano. En 1571, la Santa Liga, formada por Felipe II, Venecia y el papa Pío V, se enfrentó a los turcos en una batalla decisiva. La flota conjunta, liderada por don Juan de Austria, hijo ilegítimo de Carlos I, aniquiló la flota turca en la histórica batalla de Lepanto.

Esta victoria no solo puso fin a la amenaza turca en el Mediterráneo, sino que también marcó el inicio de un periodo de decadencia para el Imperio otomano. La victoria en Lepanto aumentó el respeto hacia España y su soberanía, consolidando el papel de Felipe II como líder de la Contrarreforma.

Dificultades para el Imperio (1571 - 1598)

En 1566, los calvinistas iniciaron una serie de revueltas en los Países Bajos, lo que llevó a Felipe II a enviar al duque de Alba a la región. En 1568, Guillermo I de Orange-Nassau lideró un intento fallido para expulsar al duque de Alba, lo que marcó el inicio de la guerra de los Ochenta Años, que concluyó con la independencia de las Provincias Unidas de los Países Bajos. Felipe II, quien heredó de su padre los territorios de la Casa de Borgoña (incluyendo los Países Bajos y el Franco Condado), debía mantener el orden y preservar su dominio sobre estos territorios. En 1572, un grupo de rebeldes neerlandeses conocidos como los watergeuzen tomaron varias ciudades costeras, proclamaron su apoyo a Guillermo I y rechazaron el gobierno español.

Para España, la guerra se convirtió en un conflicto interminable. En 1574, los Tercios de Flandes, bajo el mando de Francisco de Valdés, fueron derrotados en el asedio de Leiden, después de que los neerlandeses rompieran los diques, causando inundaciones masivas.

En 1576, ante los elevados costos de mantener un ejército de ochenta mil hombres en los Países Bajos y una flota naval que había derrotado a los turcos en Lepanto, sumados a la creciente amenaza de la piratería en el Atlántico y los naufragios que redujeron las llegadas de dinero de las posesiones americanas, Felipe II se vio obligado a declarar una suspensión de pagos, interpretada como bancarrota.

Poco después, el ejército español se amotinó, saqueando Amberes y el sur de los Países Bajos, lo que hizo que varias ciudades, que hasta entonces se mantenían leales, se unieran a la rebelión. España optó por la vía de la negociación y consiguió pacificar gran parte de las provincias del sur mediante la Unión de Arrás en 1579.

Este acuerdo requería la retirada de las tropas españolas, lo que fortaleció la posición de Felipe II cuando, en 1580, el último miembro de la familia real de Portugal, el cardenal Enrique I, murió sin descendientes directos. El rey de España, hijo de Isabel de Portugal, hizo valer su derecho al trono portugués y, en junio, envió al duque de Alba y su ejército a Lisboa para asegurarse la sucesión. El otro pretendiente, don Antonio, se refugió en las Azores, donde la armada española lo derrotó.

La unificación temporal de la Península Ibérica puso en manos de Felipe II el Imperio portugués, incluyendo la mayor parte de los territorios explorados del Nuevo Mundo y los territorios comerciales en Asia y África. En 1582, tras trasladar la corte de Lisboa a Madrid, se tomó la decisión de fortalecer el poderío naval español.

A pesar de la bancarrota de 1576, en 1584, Guillermo I de Orange-Nassau fue asesinado por un católico francés. Aunque se esperaba que su muerte significara el fin de la guerra, no fue así.

En 1585, Isabel I de Inglaterra envió apoyo a las fuerzas protestantes en los Países Bajos y Francia, mientras que Francis Drake atacaba puertos y barcos mercantes españoles en el Caribe y el Pacífico, además de realizar un ataque especialmente agresivo contra el puerto de Cádiz. En 1588, confiado en acabar con las intromisiones de Isabel I, Felipe II envió la mal llamada «Armada Invencible» (Felicísima Armada en realidad) contra Inglaterra. Contrario a la creencia común, la Armada española no fue derrotada por la flota inglesa, sino por una serie de tormentas devastadoras, problemas de coordinación y fallos logísticos en los aprovisionamientos en los Países Bajos, lo que causó su derrota, pero el relato negrolegendario ha alimentado durante siglos la falsa creencia de una derrota estrepitosa por parte de la Armada española.

Sin embargo, la derrota del contraataque inglés contra España, dirigido por Drake y Norris en 1589, supuso un punto de inflexión en la guerra anglo-española, inclinando la balanza a favor de España. A pesar del fracaso de la Felicísima Armada, la flota española continuó siendo la más poderosa en los mares de Europa hasta el siglo XVIII, aunque en 1639, fue derrotada por los neerlandeses en la batalla de las Dunas, cuando España comenzaba a debilitarse. El Tratado de Londres fue favorable a España, y el fracaso de la contra-armada inglesa dejó al Reino de Inglaterra en bancarrota, que había reunido una flota de doscientas naves y veinte mil hombres, sin lograr sus objetivos de sublevar Portugal ni de amenazar los territorios de ultramar de la monarquía hispánica.

España se involucró en las guerras de religión francesas tras la muerte de Enrique II de Francia. En 1589, Enrique III de Francia, último de los Valois, murió a las puertas de París, y su sucesor, Enrique IV de Francia (primer rey Borbón), logró victorias clave en Arques (1589) y Ivry (1590). Para impedir que Enrique IV tomara el trono francés, los españoles dividieron su ejército entre los Países Bajos y Francia, pero debido a la presión en múltiples frentes, no pudieron imponer su política en Francia. Finalmente, se alcanzó un acuerdo en la Paz de Vervins.

Pax Hispánica (1598 - 1626)

Aunque en retrospectiva sabemos que la economía española estaba gravemente debilitada y su poder comenzaba a decaer, en ese momento el Imperio seguía siendo el más formidable de su tiempo. Su capacidad para enfrentarse simultáneamente a Inglaterra, Francia y los Países Bajos evidenciaba su fuerza, algo reconocido incluso por otras naciones. El hugonote francés Duplessis-Mornay expresó tras el asesinato de Guillermo de Orange a manos de Balthasar Gérard:

«La ambición de los españoles, que les ha hecho acumular tantas tierras y mares, les hace pensar que nada les es inaccesible» (Carnicer y Marcos, 2006, p. 69).

Diversas obras literarias y películas han enfatizado los desafíos que enfrentaban los barcos españoles debido a la piratería en el Atlántico, lo que disminuía el flujo de oro desde América. Sin embargo, investigaciones detalladas revelan que la magnitud de la piratería fue mucho menor de lo que se creía. Los piratas operaban con barcos pequeños que no podían competir contra los galeones españoles, enfocándose en presas más vulnerables. Durante el siglo XVI, ningún galeón español fue hundido por piratas o corsarios, y de unas 600 flotas enviadas por España, solo dos cayeron en manos enemigas, ambas capturadas por marinas de guerra. A pesar de esto, figuras como Francis Drake lograron perturbar tanto las rutas marítimas como los puertos españoles, lo que obligó al Imperio a crear convoyes y aumentar el gasto en fortificaciones y milicias.

En contraste, la piratería en el Mediterráneo, liderada por los berberiscos, representó un desafío mucho mayor. Estas incursiones diezmaron la costa mediterránea y las Islas Canarias, y obstaculizaron la comunicación con las posesiones italianas.

Felipe III de España

En 1596, a pesar de los ingresos provenientes de América, España tuvo que declararse en bancarrota. Esto marcó un momento crítico para el Imperio.

Cuando Felipe III asumió el trono en 1598, delegó la gestión política en el duque de Lerma, quien mostró poco interés en los asuntos de Austria, aliado de España. Durante su reinado, se buscó aliviar las tensiones internacionales. España firmó la Paz de Vervins con Francia en 1598, reconociendo a Enrique IV como rey, y en 1604, tras años de conflicto, Inglaterra aceptó negociar la paz.

Mientras tanto, los esfuerzos se centraron en recuperar el control sobre las provincias neerlandesas. A pesar de la resistencia de Mauricio de Nassau, líder de los neerlandeses, y los éxitos navales que los rebeldes lograron en Oriente, como la captura de Ceilán y las Islas de las Especias, el general español Ambrosio Spínola emergió como un estratega destacado. Su liderazgo permitió a España mantener la presión sobre los Países Bajos, pero la bancarrota de 1607 limitó sus avances, conduciendo a la firma de la Tregua de los Doce Años en 1609, lo que inauguró un periodo de estabilidad conocido como la Pax Hispánica.

Durante este tiempo, España logró reorganizar su economía y consolidar su posición, aunque a un alto coste. La expulsión de los moriscos entre 1611 y 1614 perjudicó gravemente a la economía de la Corona de Aragón, privándola de una importante fuerza productiva, aunque también redujo el apoyo a la piratería berberisca y el riesgo de una invasión otomana. Sin embargo, el Imperio acumulaba enemigos en toda Europa, lo que sería el preludio de futuras coaliciones contra España y los Habsburgo.

La guerra de los Treinta Años (1619 - 1648)

En 1617, el embajador español en Austria, Íñigo Vélez de Guevara y Tassis, anticipándose al final de la Tregua de los Doce Años, inició negociaciones con los Habsburgo de Austria. Este acercamiento resultaba necesario debido a las tensiones surgidas en 1612, cuando Austria decidió respaldar a Fernando II de Habsburgo como heredero del Reino de Bohemia, Hungría y el Sacro Imperio, en lugar de optar por los infantes españoles. Vélez de Guevara logró persuadir a las cortes de Viena y Madrid para firmar el Tratado de Oñate, en el cual la familia real española renunciaba a la sucesión de estos territorios, salvo en caso de extinción de la línea masculina austriaca, a cambio del compromiso de Austria de apoyar a España contra Francia y los Países Bajos. Como garantía, Austria cedió territorios clave como Alta Alsacia y Ortenau en la frontera franco-germana, y Finale Ligure y Piombino en Italia, fortaleciendo el Camino Español.

En 1618, Felipe III reemplazó a Spínola con Baltasar de Zúñiga, un experimentado embajador en Viena que consideraba esencial consolidar la alianza con los Habsburgo austriacos para contrarrestar a Francia y a los neerlandeses. Ese año, con el inicio de la Defenestración de Praga, Austria y Fernando II emprendieron una ofensiva contra Bohemia y la Unión Protestante. Zúñiga convenció a Felipe III de unirse al conflicto, enviando a Ambrosio Spínola y los Tercios de Flandes para sofocar la Revuelta Bohemia (1618-1620). Así, España quedó involucrada en la Guerra de los Treinta Años, un conflicto que pronto involucró a toda Europa.

En Europa Central, los bohemios fueron derrotados en la batalla de la Montaña Blanca (1620) y más tarde en Stadtlohn (1623), gracias al apoyo conjunto del ejército español, el Sacro Imperio y la Liga Católica liderada por Baviera. A pesar de estas victorias, los exiliados bohemios continuaron resistiendo con el apoyo del Imperio otomano y aliados como Gabriel Bethlen de Transilvania y Federico V del Palatinado. Esto transformó el conflicto bohemio en una guerra religiosa europea general. Ambrosio Spínola y Maximiliano I de Baviera invadieron el Palatinado, derrotando a los protestantes apoyados por Inglaterra, los Países Bajos y varios estados alemanes. Esta campaña resultó en la anexión del Alto Palatinado para los Países Bajos Españoles, reforzando el Camino Español.

En el norte de Italia, la población católica de Valtelina se rebeló contra sus señores protestantes de las Tres Ligas (parte de la Confederación Suiza), dando inicio a la Guerra de la Valtelina (1620-1626). España apoyó a los rebeldes católicos, mientras que Francia, Venecia y Saboya respaldaron a las Tres Ligas, intensificando la rivalidad franco-española por el control estratégico de Valtelina. España ocupó la región inicialmente, pero el conflicto concluyó con el Tratado de Monzón (1626), devolviendo Valtelina a las Tres Ligas a cambio de garantizar el tránsito de tropas españolas y francesas, así como mayores derechos para los católicos. Este tratado marcó un precedente para la coalición anti-Habsburgo que posteriormente lideraría el cardenal Richelieu.

Este período consolidó las tensiones entre los principales poderes europeos, destacándose el papel estratégico de España en los conflictos de Europa Central e Italia, y su esfuerzo por mantener el Camino Español como eje de su política militar y territorial.

Felipe IV de España

En 1621, con la muerte de Felipe III, su hijo Felipe IV ascendió al trono. Poco después, en 1622, Gaspar de Guzmán, conocido como el conde-duque de Olivares, asumió el poder en lugar de Zúñiga. Olivares, descrito como un hombre honesto y competente, estaba convencido de que las Provincias Unidas eran la raíz de los problemas de España. Ese mismo año, se reanudó la guerra con los Países Bajos.

En este contexto, Ambrosio Spínola capturó la fortaleza de Breda en 1625, una de las principales victorias españolas durante el conflicto. Sin embargo, la situación internacional se complicó con la entrada de Cristián IV de Dinamarca en la Guerra de los Treinta Años. Cristian IV, un monarca económicamente estable, representaba una amenaza considerable. No obstante, las fuerzas imperiales lideradas por Albrecht von Wallenstein derrotaron a los daneses en la batalla del puente de Dessau y nuevamente en Lutter, ambas en 1626, neutralizando la amenaza danesa en tierra. A pesar de ello, Dinamarca continuó siendo una potencia naval, ya que el control protestante de la costa norte de Alemania impedía la formación de una armada católica.

La Rendición de Breda

Por otro lado, Francia intensificó sus maniobras diplomáticas, logrando la formación de una alianza secreta entre las Provincias Unidas, Inglaterra, Dinamarca-Noruega, Suecia, Transilvania, Venecia y Saboya, oficializada en el Tratado de La Haya de 1625. Esto comenzó a aislar a España, que, enfrentándose a esta coalición, buscó acercamientos con la Mancomunidad Polaco-Lituana, aliada de los Habsburgo de Austria. Este país, con experiencia en conflictos marítimos como las Guerras polaco-suecas, parecía un aliado ideal para fortalecer la Armada de Flandes y enfrentar a daneses, neerlandeses y suecos en el Báltico, quienes habían sido invitados por Francia a respaldar a los protestantes contra el emperador.

Mientras tanto, en Madrid, se mantenía la esperanza de que los Países Bajos pudieran reincorporarse al Imperio. Tras las victorias iniciales contra Dinamarca, los protestantes alemanes parecían debilitados. Francia enfrentaba inestabilidad interna durante el asedio de La Rochelle (1627), el punto culminante de las Rebeliones hugonotes, mientras que Inglaterra se retiraba del conflicto debido a su guerra contra Francia (1627-1629). Al mismo tiempo, el Imperio Otomano estaba distraído por su conflicto con Irán en la Guerra otomano-safávida (1623-1639), dejando de lado sus aspiraciones expansionistas en Europa.

A fines de la década de 1620, la posición de España parecía invulnerable, lo que llevó al conde-duque de Olivares a proclamar que «Dios es español y está de parte de la nación estos días». Incluso los rivales de España parecían, a regañadientes, estar de acuerdo con esta afirmación.

Lo que se perdió en Rocroi (1626 - 1643)

Olivares era un hombre adelantado a su época y reconoció que España necesitaba una reforma que solo podría lograrse con la paz. La destrucción de las Provincias Unidas se convirtió en una prioridad para él, pues consideraba que tras cada ataque a los Habsburgo se encontraba el dinero neerlandés. Spínola y el ejército español se concentraron en los Países Bajos, recuperando Breda, lo que parecía inclinar la guerra a favor de España. A la par, España luchaba contra la flota neerlandesa en ultramar, defendiendo sus posesiones en las Indias y otros territorios. Como parte de su estrategia, España ocupó el norte de Taiwán, fundando la ciudad de Santísima Trinidad (actual Keelung) en 1626 y el Castillo de Tamsui en 1629.

Olivares comenzó a desarrollar un plan marítimo norteño, buscando aislar a los neerlandeses de sus socios comerciales y creando alianzas con el Sacro Imperio y Polonia-Lituania. Su idea era desarrollar una flota española en el mar Báltico para abrir un segundo frente de guerra que contrarrestara el bloqueo anglo-francés en el Mar del Norte y desafiar el dominio de Dinamarca-Noruega, Suecia y la Liga Hanseática. Además, planeaba la creación de una compañía hanseático-ibérica bajo la protección de la Armada española, con el fin de fortalecer el poder económico de España y declinar la influencia de los neerlandeses e ingleses en la región.

Estos ambiciosos planes de Olivares se manifestaron en las Reuniones de Praga de 1628, donde se discutieron estrategias conjuntas con Austria para la guerra en el norte de Europa. Durante estas reuniones, se discutieron propuestas de financiación española para las campañas imperiales, a cambio de territorios como Jutlandia y apoyo militar contra los neerlandeses y franceses. Además, se llegó a un acuerdo para que la Armada española operara desde los territorios ocupados por el Sacro Imperio. Estos planes también se discutieron en la Junta del Mar Báltico de 1628, que promovió una flota hispano-polaca y presionó a Wallenstein para que invadiera regiones como Frisia oriental.

A pesar de estas ambiciones, los planes de expansión de España en el norte de Europa sufrieron un golpe debido a la quiebra económica de 1627, que afectó negativamente a gran parte de los proyectos imperiales. La inflación en España se disparó, y el gobierno no pudo recaudar impuestos de sus territorios de ultramar. Además, la flota neerlandesa consiguió una victoria decisiva en 1628, cuando acorraló a la Flota de Indias en el Desastre de Matanzas, capturando el cargamento de metales preciosos que sostenía el esfuerzo bélico español. La invasión de Brasil por los neerlandeses también comenzó en este periodo.

La Guerra de los Treinta Años se intensificó con la intervención de Gustavo II Adolfo de Suecia en 1630. El rey sueco obtuvo victorias importantes, como las de Breitenfeld y Lützen, lo que atrajo más apoyos a la causa protestante. Sin embargo, la muerte de Gustavo II Adolfo en 1632 y la victoria católica en Nördlingen en 1634 revirtieron la situación. En 1635, el emperador comenzó a negociar la paz con varios estados alemanes, pero Francia continuó siendo el principal obstáculo.

El cardenal Richelieu, gran aliado de los neerlandeses y los protestantes, declaró la guerra al Sacro Imperio y a España en 1635, rompiendo la Paz de Praga. A pesar de las victorias iniciales españolas, Olivares ordenó una campaña relámpago en el norte de Francia, logrando llegar hasta Corbie en 1636, pero temiendo una nueva bancarrota, detuvo el avance. La derrota naval en las Dunas en 1639 ante la flota neerlandesa fue otro golpe para España, que ya no podía abastecer adecuadamente a sus tropas en los Países Bajos.

En 1643, los tercios españoles de Flandes fueron derrotados en la batalla de Rocroi por las fuerzas francesas, dirigidas por Luis II de Borbón. Aunque los españoles no fueron aniquilados, la propaganda francesa convirtió esta derrota en una victoria decisiva, que muchos historiadores consideran como el fin del dominio español en Europa y el cambio en el curso de la guerra a favor de Francia.

Paz de Westfalia y revueltas internas (1640 - 1665)

Durante el reinado de Felipe IV, y especialmente a partir de 1640, España se vio envuelta en una serie de secesiones y sublevaciones en diversos territorios bajo su dominio. Entre estos conflictos destacaron la guerra de Separación de Portugal, la rebelión de Cataluña (ambos estallaron en 1640), la conspiración de Andalucía (1641), y varios incidentes en Navarra, Nápoles y Sicilia a finales de la década de 1640. A estos eventos internos se sumaron los frentes extrapeninsulares, como la guerra en los Países Bajos (reanudada en 1621 tras la expiración de la Tregua de los Doce Años) y la Guerra de los Treinta Años. Además, el conflicto con Francia en el marco de la Guerra de los Treinta Años (desde 1635) se vio vinculado al problema catalán.

En 1640, Portugal se rebeló bajo el liderazgo de Juan de Braganza, quien aspiraba al trono. La revuelta fue apoyada por gran parte del pueblo portugués, y España, que ya enfrentaba múltiples conflictos, no pudo responder eficazmente. España y Portugal mantuvieron una paz de facto entre 1641 y 1657. Tras la muerte de Juan IV, los españoles intentaron recuperar Portugal luchando contra su hijo, Alfonso VI de Portugal, pero fueron derrotados en Ameixial (1663), Castelo Rodrigo (1664) y Montes Claros (1665). Estas derrotas forzaron a España a reconocer la independencia portuguesa en 1668.

En 1648, España firmó la Paz de Westfalia, poniendo fin a la guerra de los Ochenta Años y a la Guerra de los Treinta Años. En este tratado, España reconoció la independencia de las Provincias Unidas. Tras la firma de la paz, España también sufrió la expulsión de Taiwán y la pérdida de varias islas en el Caribe, como Tobago y Curazao.

Paz de Westfalia

La guerra con Francia continuó durante once años más debido a la intención de Francia de destruir por completo a España y evitar que se recuperara. La economía española estaba tan debilitada que el Imperio no podía enfrentarse a este desafío. Aunque España sofocó la sublevación de Nápoles en 1648 y la de Cataluña en 1652, y logró una victoria contra los franceses en la batalla de Valenciennes (1656), el conflicto terminó con la batalla de las Dunas (o Dunquerque) en 1658. En esta batalla, el ejército francés, dirigido por el vizconde de Turenne y apoyado por fuerzas inglesas, derrotó a los restos de los Tercios de Flandes. Como consecuencia, España aceptó la Paz de los Pirineos en 1659, cediendo Rosellón, Cerdaña y algunas plazas de los Países Bajos a Francia, además de pactar el matrimonio de una infanta española con Luis XIV de Francia.

En los últimos años del reinado de Felipe IV, tras la conclusión de los principales conflictos, el rey pudo centrarse en el frente portugués. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Pocos meses antes de su muerte, ocurrida el 17 de septiembre de 1665, la derrota en la batalla de Villaviciosa (17 de junio) presagiaba la pérdida definitiva de Portugal. La situación en España era desesperante, con una crisis humana, material y social que afectaba profundamente a las regiones interiores.

Aunque España seguía teniendo un vasto imperio ultramarino, ahora reducido por la independencia de Portugal y los ataques de Francia e Inglaterra, Francia emergió como la nueva primera potencia de Europa.

Carlos II, el último Habsburgo (1665 - 1700)

Tras la muerte de Felipe IV, su hijo Carlos II tenía solo cuatro años, por lo que su madre Mariana de Austria asumió la regencia. Sin embargo, terminó delegando el poder en un valido, el padre Nithard, un jesuita austriaco. El reinado de Carlos II puede dividirse en dos fases. La primera, que abarca de 1665 a 1679, se caracterizó por un letargo económico y por las luchas de poder entre los validos del rey: el padre Nithard, Fernando de Valenzuela y el don Juan José de Austria, hijo ilegítimo de Felipe IV. En 1677, don Juan José dio un golpe de Estado que forzó a Carlos II a expulsar a Nithard y Valenzuela del gobierno.

La imagen tradicional de Carlos II y su reinado ha sido la de un período de decadencia y estancamiento en España. Mientras el resto de Europa experimentaba grandes cambios, como la Revolución de 1688 en Inglaterra o el reinado de Luis XIV en Francia, España parecía a la deriva. La burocracia creada bajo Carlos I y Felipe II requería un monarca fuerte y capaz, pero los reyes anteriores, Felipe III y Felipe IV, contribuyeron a la decadencia del país debido a su debilidad y desinterés. Carlos II, con pocas capacidades y afectado por problemas de salud, murió sin heredero en 1700. Sin embargo, la historiografía moderna muestra una visión más comprensiva del monarca, sugiriendo que, a pesar de sus limitaciones, era consciente de la gravedad de la situación de su imperio y de la responsabilidad que recaía sobre él. Su testamento, considerado por algunos como su mejor legado, reflejó esta conciencia de su responsabilidad. En él, declaró:

«Declaro mi sucesor (en el caso de que Dios se me lleve sin dejar hijos) el de Anjou, hijo segundo del Delfín de Francia; y, como a tal, lo llamó a la sucesión de todos mis reinos y dominios sin excepción de ninguna parte de ellos.»
(Citado por Alonso Mola y Martínez Shaw, 2000, p. 45)

Carlos II de España

La segunda fase de su reinado comenzó en 1680, cuando el duque de Medinaceli asumió el cargo de valido. Medinaceli continuó con las políticas de don Juan José de Austria, implementando un proyecto económico para estabilizar la economía española. Uno de los logros más destacados fue la gran deflación conseguida, lo que, aunque perjudicó las finanzas del reino, aumentó el poder adquisitivo de los ciudadanos.

En 1685, el conde de Oropesa, Manuel Joaquín Álvarez de Toledo, reemplazó al duque de Medinaceli tras su dimisión. Álvarez de Toledo introdujo reformas económicas importantes, como la creación de un presupuesto fijo para los gastos de la Corte, con el objetivo de evitar nuevas bancarrotas, reducir impuestos, condonar deudas a varios municipios, reformar el catastro y colocar a expertos en lugares clave en lugar de a nobles.

A lo largo de su reinado, las guerras contra Francia llegaron a su fin, especialmente después de la firma del Tratado de Ryswick, que resultó en la partición de la isla de La Española entre Francia y España. Finalmente, el proyecto de Carlos II para sus reinos fue un éxito: logró mantener el control sobre sus dominios en América y Europa y permitió una recuperación económica que beneficiaría a su sucesor.

El Imperio de los Borbones (1700-1833)

Cambio de dinastía

Al inicio de su reinado, Felipe V no fue recibido con entusiasmo en España. Además de los retrasos en su llegada a Madrid debido al mal tiempo y las continuas recepciones, los cortesanos comenzaron a notar su abulia, su castidad, su piedad, su apego a los deseos de su confesor y su melancolía. Esto motivó que redactaran una coplilla que decía:

«Anda, niño, anda,
Porque el cardenal lo manda.»

(Citado por Alonso Mola, 2000, p. 49)

Sin embargo, Felipe V no tenía la intención de hacer de España una propiedad exclusiva para él y sus allegados, como había intentado hacer Felipe el Hermoso. Su objetivo era ser un buen monarca, a pesar de las profundas diferencias con su nuevo pueblo. De hecho, tras el célebre discurso del marqués de Castelldosrius, embajador de España en Francia, Felipe V no entendió ni una palabra de lo que se le decía, ni siquiera la famosa frase «Ya no hay Pirineos», debido a que no hablaba español. Fue su abuelo, Luis XIV, quien tuvo que intervenir en su favor. Tras la respuesta de Felipe V, el Rey Sol le dijo: «Sed un buen español«. Este joven de diecisiete años siguió este consejo a lo largo de su vida.

El deseo de las potencias extranjeras por las posesiones españolas no se resolvió con el testamento real de Carlos II. El archiduque Carlos de Austria no aceptó su destino, lo que llevó al estallido de la Guerra de Sucesión (1702-1713).

Durante esta guerra, las negligencias cometidas llevaron a derrotas importantes para España, incluso en su propio territorio. Se perdieron lugares clave como Orán, Menorca y, la más dolorosa y prolongada, Gibraltar, defendida por solo cinco soldados españoles contra la flota anglo-neerlandesa.

Felipe V de España

Felipe V era consciente de no estar preparado para gobernar el imperio más grande de su tiempo, pero también sabía rodearse de los hombres más capacitados de su época. Los monarcas Borbones y sus allegados trajeron consigo un proyecto para el Imperio español y un deseo de integrarse profundamente en él. Figuras como Alejandro Malaspina se sentían «un italiano en España y un español en Italia», Carlos III mandó esculpir estatuas de todos los reyes y dignatarios españoles desde los visigodos, y el marqués de Esquilache se molestaba si los nobles españoles no le tuteaban, o si no tomaba chocolate por las tardes, una tradición que lo diferenciaba de otras cortes europeas. Sin embargo, el más claro testimonio de su compromiso con España ocurrió cuando, en presencia de su abuelo Luis XIV, Felipe V, a pesar de la posibilidad de regresar a Francia como rey de un país próspero, respondió:

«Está hecha mi elección y nada hay en la tierra capaz de moverme a renunciar a la corona que Dios me ha dado, nada en el mundo me hará separarme de España y de los españoles.»
(Citado por Martínez Shaw, 2000, p. 54)

Con el Tratado de Utrecht (11 de abril de 1713), las potencias europeas decidieron el futuro de España dentro del equilibrio de poder. Felipe V, el nuevo rey Borbón, mantuvo el imperio ultramarino, pero cedió Sicilia y parte del Milanesado a Saboya, Gibraltar y Menorca a Gran Bretaña, y otros territorios continentales, como los Países Bajos españoles, Nápoles, Milán y Cerdeña, a Austria. Además, se selló la separación definitiva de las coronas de Francia y España, y Felipe V renunció a sus derechos sobre el trono francés. Con esto, el Imperio español dio la espalda a sus territorios europeos. El tratado también garantizó a Gran Bretaña el tráfico de esclavos durante treinta años, conocido como el «asiento de negros».

La reorganización del Imperio

Durante el reinado de Felipe V, se llevó a cabo una profunda transformación en la organización territorial del Estado mediante los Decretos de Nueva Planta, que suprimieron los fueros y privilegios de los antiguos reinos peninsulares. Este proceso unificó España, dividiendo el territorio en provincias denominadas Capitanías Generales, que estaban bajo el mando de un oficial y gobernadas por leyes comunes. Este cambio permitió centralizar el poder del Estado, adoptando un modelo territorial inspirado en Francia.

Por otro lado, Felipe V introdujo en España ideas mercantilistas francesas que promovían una monarquía centralizada. Estas ideas comenzaron a implementarse lentamente en América. Entre sus principales objetivos estaba romper el poder de la aristocracia criolla y debilitar el control de la Compañía de Jesús, lo que resultó en la expulsión de los jesuitas de la América española en 1767. Además de los consulados existentes en Ciudad de México y Lima, se creó uno en Vera Cruz.

Entre 1717 y 1718, las instituciones encargadas del gobierno de las Indias, como el Consejo de Indias y la Casa de la Contratación, fueron trasladadas de Sevilla a Cádiz, que pasó a ser el único puerto de comercio con las Américas.

En cuanto a las reformas administrativas, se crearon las secretarías de estado, que serían los precursores de los ministerios. Se reformaron tanto el sistema de aduanas y aranceles como el sistema tributario, y se creó el catastro, aunque la política contributiva no llegó a una reforma completa. También se reestructuró el Ejército de Tierra, cambiando su organización de tercios a regimientos. Sin embargo, uno de los logros más significativos fue la unificación de las flotas y arsenales en la Armada. Estas reformas fueron impulsadas por figuras como José Patiño, José Campillo y Zenón de Somodevilla, quienes destacaron por su meritocracia y por ser algunos de los mejores expertos en materia naval de su tiempo.

Estas reformas fueron seguidas por una nueva política expansionista con el objetivo de recuperar las posiciones perdidas. En 1717, la armada española logró recuperar Cerdeña y Sicilia, aunque tuvo que abandonarlas pronto debido a una coalición formada por Austria, Francia, Gran Bretaña y los Países Bajos, que derrotaron a las fuerzas españolas en la batalla de Cabo Pessaro. No obstante, la diplomacia española, apoyada por los Pactos de Familia con Francia, permitió que la corona del Reino de las Dos Sicilias pasara al segundo hijo del rey español. Esta nueva rama dinástica sería conocida posteriormente como Borbón-Dos Sicilias.

La guerra en el siglo XVIII

Una de las victorias más destacadas de España durante su período imperial en América, y sin duda la más significativa del siglo XVIII, fue la batalla de Cartagena de Indias en 1741. En este enfrentamiento, una enorme flota inglesa de 186 barcos y 23.600 hombres atacó el puerto de Cartagena de Indias (actual Colombia). Esta fue la acción naval más grande en la historia de la Marina inglesa, solo superada por la batalla de Normandía. Tras dos meses de intensos combates entre los barcos ingleses y las defensas españolas de la bahía y el Fuerte de San Felipe de Barajas, los ingleses se vieron obligados a retirarse, perdiendo 50 navíos y 18.000 hombres. La estrategia acertada del almirante español Blas de Lezo fue crucial para detener el ataque y asegurar una victoria que prolongó la supremacía naval española hasta principios del siglo XIX. Tras la derrota, los ingleses impidieron la divulgación de la noticia, y la censura fue tan severa que pocos libros de historia ingleses mencionan esta crucial batalla. Incluso hoy en día, el episodio es menos conocido que otros como Trafalgar o la Felicísima Armada.

En cuanto a las disputas territoriales, España también tuvo conflictos con Portugal por el control de la Colonia del Sacramento (actual Uruguay), que era clave para el contrabando británico en el Río de la Plata. En 1750, Portugal cedió el territorio a España a cambio de siete de las treinta reducciones guaraníes de los jesuitas en la frontera con Brasil. Este acuerdo llevó a la expulsión de los jesuitas, lo que generó un conflicto con los guaraníes que duró más de una década. Durante la Guerra de los Siete Años (1756-1763), España y Francia se enfrentaron a Gran Bretaña y Portugal por diversos conflictos imperiales. A pesar de los éxitos españoles en Portugal, la toma de La Habana y Manila por parte de los ingleses fue un duro golpe. Al finalizar la guerra, el Tratado de París de 1763 permitió que España recuperara Manila y La Habana, aunque tuvo que devolver Sacramento. Además, Francia cedió la Luisiana a España, incluida la ciudad de Nueva Orleans, mientras que España entregaba Florida a Gran Bretaña.

A pesar de las tensiones, el siglo XVIII fue una era de prosperidad para el imperio español en América, gracias al crecimiento continuo del comercio durante la segunda mitad del siglo, impulsado por las reformas borbónicas. Durante este tiempo, las rutas comerciales de un solo barco comenzaron a sustituir a las flotas de Indias, y hacia la década de 1760, ya existían rutas regulares entre Cádiz, La Habana y Puerto Rico, además de nuevas rutas hacia el Río de la Plata, donde se creó el Virreinato del Río de la Plata en 1776. El contrabando, que había sido un problema en el imperio de los Habsburgo, disminuyó con la implementación de navíos de registro. En 1777, otro conflicto con Portugal llevó a la firma del Tratado de San Ildefonso, mediante el cual España recuperó Sacramento y ganó las islas de Annobon y Fernando Poo en Guinea, a cambio de retirarse de sus conquistas en Brasil.

A finales del siglo XVIII, dos importantes levantamientos, el de Túpac Amaru en Perú en 1780 y una rebelión en Venezuela, reflejaron las tensiones provocadas por el centralismo borbónico. Sin embargo, el imperio español en América se mantuvo relativamente pacífico durante los tres siglos de dominación. En la década de 1780, el comercio interior en el imperio experimentó un nuevo auge, y la flota española se hizo más grande y rentable. El fin del monopolio de Cádiz para el comercio con América permitió un resurgimiento de las manufacturas españolas, destacando el crecimiento de la industria textil en Cataluña, que adoptó rápidamente las máquinas mecánicas para hilar, convirtiéndose en la principal industria textil del Mediterráneo. Esto también dio lugar al surgimiento de una pequeña burguesía en Barcelona.

Aunque la productividad agraria siguió siendo baja, las reformas y el crecimiento del comercio impulsaron la economía, aunque interrumpido por la participación de España en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos (1779-1783), apoyando a los estados sublevados contra Gran Bretaña. El Tratado de Versalles de 1783 restauró la paz, permitiendo que España recuperara Florida y Menorca, mientras que Gran Bretaña abandonaba Campeche y la Costa de los Mosquitos en el Caribe. Sin embargo, España no logró recuperar Gibraltar tras un largo sitio, y tuvo que reconocer la soberanía británica sobre las Bahamas y las islas de San Andrés y Providencia, que seguían bajo control británico.

Finalmente, en 1791, con la convención de Nutca, se resolvió el conflicto entre España y Gran Bretaña sobre sus asentamientos en el Pacífico. En ese mismo año, el rey de España ordenó a Alejandro Malaspina emprender la Expedición Malaspina, con el objetivo de encontrar el Paso del Noroeste.

Por España y por el Rey, Gálvez en América (2015), pintura al óleo de Augusto Ferrer-Dalmau que recrea la batalla de Pensacola en 1781.

Caída del imperio global

El Imperio español del siglo XVIII se estableció como una potencia en el escenario geopolítico, distanciándose de su anterior estatus de superpotencia. Su vasto territorio en las Indias le otorgaba una considerable relevancia a nivel global, aunque en Europa, naciones como Francia, Inglaterra y Austria dominaban el poder. A pesar de esto, España mantenía la flota más poderosa del mundo y su moneda seguía siendo una de las más estables. Aunque el Imperio español no había recuperado su antiguo esplendor, logró recuperarse de las dificultades iniciales del siglo, cuando estuvo vulnerable frente a otras potencias. La paz relativa durante la mayor parte del siglo, bajo la nueva monarquía, permitió la reconstrucción y el inicio de un largo proceso de modernización económica e institucional. El declive demográfico del siglo XVII se revirtió, aunque se incentivó la inmigración, principalmente de alemanes y suizos. Sin embargo, todos estos avances se verían opacados por los conflictos que trastornarían Europa al final del siglo: las guerras revolucionarias francesas y las guerras napoleónicas.

la revolución de Cádiz y las guerras napoleónicas

Tras la Revolución francesa de 1789, España se alineó con los países que se unieron para combatir la revolución. Un ejército bajo el mando del general Ricardos reconquistó el Rosellón, pero pocos años después, en 1794, las tropas francesas lograron expulsarlos e invadieron territorio español. El ascenso de Godoy a primer ministro marcó una política de apaciguamiento con Francia: mediante la Paz de Basilea de 1795, se logró que las tropas francesas se retiraran a cambio de la mitad de La Española (actual República Dominicana).

En 1796, el Tratado de San Ildefonso consolidó la alianza entre Francia napoleónica y España contra Gran Bretaña, uniendo sus respectivas fuerzas armadas. En el combate naval del cabo de San Vicente, aunque los británicos lograron una victoria relativa, no supieron aprovecharla, mientras que en Cádiz y Santa Cruz de Tenerife, la flota británica sufrió derrotas. Sin embargo, Trinidad (Trinidad y Tobago) y Menorca fueron perdidas por parte de España en 1797. En 1802, con la Paz de Amiens, España recuperó Menorca.

Las hostilidades se reanudaron pronto, en el marco del proyecto de Napoleón de invadir a través del canal de la Mancha. No obstante, la destrucción de la flota franco-española en la batalla de Trafalgar (1805) frustró esos planes, aunque la Marina Real británica no pudo vencer a España en las guerras coloniales. En los intentos de invasión del Río de la Plata y Venezuela en 1806 y 1807, los británicos fracasaron rotundamente. Sin embargo, la ocupación napoleónica de la península ibérica abrió la puerta a los movimientos liberales en los territorios españoles, apoyados por Reino Unido, que rompieron la unidad dentro del Imperio español, permitiendo la intervención colonial británica mediante el envío de armas, buques y combatientes para apoyar la guerra peninsular y a los revolucionarios.

La muerte del brigadier Churruca a bordo del navío San Juan Nepomuceno, en la batalla de Trafalgar.

Mientras las coaliciones contra Napoleón eran derrotadas en el continente, España libró una guerra menor contra Portugal (guerra de las Naranjas) que le permitió anexionarse Olivenza. En 1800, Francia recuperó Luisiana. Cuando Napoleón impuso el Bloqueo Continental, España apoyó a Francia en la ocupación de Portugal, que había desobedecido el bloqueo, lo que llevó a la entrada de las tropas francesas en Portugal. En 1808, Napoleón ocupó España, aprovechándose de las disputas entre Carlos IV y su hijo Fernando VII, logrando que ambos le cedieran el trono y nombrara rey a su hermano José Bonaparte. Esto desencadenó el levantamiento popular del 2 de mayo de 1808 y el inicio de la guerra de la Independencia española. En la batalla de Bailén, los españoles derrotaron a los ejércitos franceses por primera vez en Europa.

Ante el vacío de poder, se constituyeron las Cortes de Cádiz en 1810, proclamándose soberanas, reconociendo a Fernando VII como rey legítimo y anulando su renuncia a la Corona. También establecieron la Constitución española de 1812. Napoleón, al contraatacar con su Grande Armée, restableció la autoridad de su hermano en España. Los enfrentamientos continuaron, ahora con la guerra de guerrillas, que causó grandes bajas entre los ejércitos franceses. La intervención de Inglaterra, junto con los ejércitos portugueses y españoles, contribuyó a la expulsión de los franceses, lo que permitió a Fernando VII recuperar el trono, disolver las Cortes, reprimir el liberalismo y enfrentar los movimientos de independencia en los virreinatos.

Guerras civiles de América

Este acontecimiento marcó uno de los momentos más significativos en la formación del mundo contemporáneo: el desmembramiento de los reinos y provincias de la España americana, que pertenecían a la Monarquía Católica, y su transformación en una veintena de nuevos estados independientes tras una larga y destructiva guerra civil.

Aunque a finales del siglo XVIII y principios del XIX, en respuesta a las Revoluciones atlánticas, desde la propia monarquía se formularon proyectos para la independencia de América, la independencia hispanoamericana ocurrió en un contexto de agónica decadencia del Antiguo Régimen y la ocupación francesa de España. En 1808, Napoleón Bonaparte, como parte de su estrategia de Bloqueo Continental contra el Imperio británico, secuestró a la familia real española e impuso las «abdicaciones de Bayona», forzando a los Borbones a renunciar al trono en favor de Napoleón, quien prometió respetar la integridad de la monarquía. Carlos IV fue depuesto y su hijo, Fernando VII, quedó prisionero. Napoleón nombró a su hermano, José Bonaparte, como rey de España e implantó el Estatuto de Bayona. Sin embargo, la ocupación francesa desató un levantamiento popular conocido como la Guerra de la Independencia Española (1808-1814). A través del Tratado Apodaca-Canning, el Reino Unido apoyó la rebelión española y reconoció a Fernando VII como rey legítimo en ausencia. El vacío de poder fue aprovechado para la expansión imperial.

La ocupación francesa de 1808 obligó al gobierno español a concentrar todos sus recursos militares en la península ibérica, debilitando su armada real, esencial para el mantenimiento de un vasto Imperio transatlántico. Mientras Fernando VII era proclamado rey en ausencia, las juntas españolas, que resistían a Bonaparte, implementaron un Estado liberal a través de la convocatoria de las Cortes Generales. En América, ante el cautiverio de Fernando VII, las juntas americanas iniciaron sus propias revoluciones liberales lideradas principalmente por criollos, desafiando tanto las viejas como las nuevas autoridades. La ruptura definitiva ocurrió en 1810, cuando la Junta Suprema Central, apoyada inicialmente por los americanos, fue derrotada y se refugió en Cádiz, donde, sitiada por las tropas napoleónicas, se disolvió, dando paso a la creación de una Regencia y, más tarde, a las Cortes de Cádiz, de carácter peninsular. Este fue el punto de quiebre con las Juntas americanas, que declararon la independencia. Las Cortes españolas rechazaron la legitimidad de las juntas americanas y enviaron expediciones militares para sofocar las rebeliones. Los liberales gaditanos, al igual que las juntas americanas, no reconocieron ninguna autoridad superior, considerando a Fernando VII como un rey subordinado a sus intereses nacionales.

La derrota francesa en Europa y el Tratado de Valençay con Napoleón permitieron el regreso de Fernando VII en 1814 con plenos poderes. El rey, al rechazar la Constitución de 1812 por considerarla republicana, anuló los decretos liberales. Tanto él como las Cortes de Cádiz negaron la legitimidad de las juntas americanas, declarándolas en rebeldía. Con la desaparición del gobierno liberal español, el Reino Unido bloqueó el apoyo europeo a España y brindó hombres, buques y suministros militares a las insurgencias americanas. Las insurrecciones, que buscaban preservar los nuevos estados independientes, derivaron en regímenes republicanos que se enfrentaron abiertamente contra la restauración absolutista en una guerra de secesión continental. En Nueva España, Félix Calleja, en Perú, Fernando de Abascal, y Pablo Morillo, jefe de la expedición pacificadora de Costa Firme, fueron los principales defensores de la monarquía española en América. Sin embargo, los consejeros de gobierno advirtieron sobre el debilitamiento militar español tras la guerra con Francia, lo que hizo imposible mantener un esfuerzo militar a largo plazo.

La rebelión del ejército de Ultramar en 1820, encabezada por Rafael del Riego, instauró el efímero Trienio Liberal, reconocido solo por el Reino Unido en Europa. Este gobierno aceleró la pérdida de poder político, militar y diplomático de España. Ordenó un alto el fuego, suspendió el envío de tropas peninsulares y debilitó aún más la posición española en América. A partir de 1820, Simón Bolívar y José de San Martín, conocidos como los «Libertadores» de América del Sur, y Agustín Iturbide en Norteamérica, lideraron las campañas finales contra las tropas realistas españolas. Estas tropas fueron derrotadas en la guerra, y el régimen absolutista de Fernando VII fue restaurado en 1823, apoyado por las tropas francesas de la Santa Alianza, hasta 1828. Los últimos reductos de resistencia en las fortificaciones costeras y la guerra naval en el Caribe mantuvieron vivas las esperanzas de reconquista, pero la muerte de Fernando VII en 1833 puso fin a esos esfuerzos.

Una década después, en 1836, las Cortes de España autorizaron al gobierno a renunciar a cualquier derecho territorial y reconocer la independencia de los países americanos en tratados de paz y amistad. La independencia de América provocó la migración forzosa de la población española afectada por la guerra, seguida por las leyes de Expulsión de los españoles de América, con el fin de consolidar la independencia de los nuevos estados. A lo largo del siglo XIX, tras complejos procesos políticos, las antiguas posesiones españolas en América se convirtieron en los actuales estados hispanoamericanos, firmando tratados de reconocimiento con España. En América del Norte, el expansionismo estadounidense se manifestó en la compra de Florida por cinco millones de dólares en 1821 y en la anexión de Texas y territorios del norte de México (Nuevo México, Utah, California y Nevada). En América del Sur, los portugueses anexionaron la Banda Oriental, territorio disputado de la antigua provincia cisplatina, que pasó a formar parte de Brasil.

Batalla de Ayacucho (1824)

El desastre del 98

Tras la guerra de Independencia, lo que quedaba del Imperio español estuvo marcado por una monarquía absoluta (conocida como la década ominosa), conflictos dinásticos, levantamientos absolutistas, pronunciamientos liberales y luchas internas por el poder entre facciones del liberalismo. Estos eventos solo permitieron periodos relativamente estables para el desarrollo de una política exterior activa. Un periodo destacado fue el gobierno de Leopoldo O’Donnell (1856-1863), quien, después de una dura represión de la disidencia, logró intervenir de nuevo en la escena internacional. Durante su mandato, España obtuvo victorias clave en la guerra contra Marruecos, como las batallas de Tetuán y Wad-Ras, que permitieron ampliar Ceuta y obtener la plaza de Santa Cruz de la Mar Pequeña (actualmente Sidi Ifni) en la costa atlántica frente a Canarias.

Además, se intentó pacificar Filipinas, se apoyó al emperador de México (quien contaba con el respaldo de las potencias coloniales) y, junto con los franceses, se envió una expedición de castigo a Cochinchina, en respuesta a los asesinatos de varios misioneros. Paralelamente, Pedro Santana, al frente de una facción dominicana, restauró temporalmente el estatus imperial de la actual República Dominicana, pero la intervención haitiana y las tensiones internas provocaron su pérdida definitiva en 1865.

La crisis económica que siguió fue causada por la subida del precio del algodón debido a la guerra de Secesión estadounidense, las malas cosechas y los resultados negativos de los intentos de modernización agrícola (como la desamortización) y de las infraestructuras (como el ferrocarril). Esto contribuyó al fin del régimen de O’Donnell y su proyecto imperialista. Las guerras y disputas entre progresistas, liberales y conservadores se intensificaron, y el creciente descontento debido a la inestabilidad y la crisis económica provocó el estallido de una revolución que dio paso a experimentos políticos y a la Primera República española. La restauración de la monarquía en 1875, bajo Alfonso XII, marcó un nuevo periodo más estable, durante el cual España recobró algo de prestigio internacional gracias a la habilidad política del rey y sus ministros.

A pesar de estos altibajos, España conservó el control de sus últimos territorios de ultramar hasta que el nacionalismo y los levantamientos se incrementaron en varias partes del mundo durante la década de 1870. Este conflicto se internacionalizó con la implicación de los Estados Unidos, lo que llevó a la guerra hispano-estadounidense de 1898. En esta guerra, España se enfrentó a un Estados Unidos mucho más fuerte que necesitaba nuevos mercados para su economía.

El detonante de la guerra fue el hundimiento del acorazado Maine, del que se culpó falsamente a España, tras una agresiva campaña de prensa de William Randolph Hearst. Se cree que los propios estadounidenses podrían haber causado el incendio para culpar a España y provocar una guerra con el fin de apoderarse de los territorios españoles en el Caribe. La guerra culminó en una derrota española y la pérdida de Cuba.

En Filipinas, los independentistas también contaron con el apoyo estadounidense, lo que obligó a España a solicitar un armisticio. El Tratado de París de 1898 resultó en la renuncia definitiva a Cuba y en la cesión de Filipinas, Puerto Rico y Guam a los Estados Unidos. Este conjunto de eventos se conoce como el «desastre del 98». Los últimos territorios españoles en Oceanía fueron vendidos a Alemania en el Tratado germano-español de 1899.

Las últimas posesiones (1885 - 1975)

Desde 1778, con el Tratado de El Pardo, España comenzó a mantener presencia en el golfo de Guinea tras la cesión de Bioko y sus islas cercanas por parte de Portugal, a cambio de territorios en Sudamérica, así como los derechos comerciales sobre el área entre los ríos Níger y Ogoué. En el siglo XIX, exploradores como Manuel Iradier cruzaron esta región, expandiendo la presencia española en el área.

Mientras tanto, los enfrentamientos en el Mediterráneo continuaron, resultando en la pérdida de las posiciones españolas en el norte de África. Sin embargo, en 1848, las tropas españolas conquistaron las islas Chafarinas.

La pérdida del Imperio americano llevó a España a centrar su atención en África, especialmente después de la derrota frente a los Estados Unidos en la guerra hispano-estadounidense de 1898. En 1860, tras la guerra con Marruecos, España obtuvo el territorio de Sidi Ifni mediante el Tratado de Wad-Ras. Además, en la Conferencia de Berlín de 1884, España obtuvo el reconocimiento de la soberanía sobre los territorios explorados por Emilio Bonelli desde Cabo Bojador hasta Cabo Blanco, lo que dio lugar al Sahara español, cuyo límite norte quedó definido por el Tratado de París de 1900.

En cuanto a las costas de Guinea en África ecuatlitoral occidental, España tenía varias posesiones costeras conocidas como Guinea Española y reclamaba un territorio que se extendía difusamente entre el río Níger y el río Ogoué. Sin embargo, estas reclamaciones se fueron restringiendo a las costas e islas de la actual Guinea Ecuatorial. A pesar de esto, a fines del siglo XIX, España mantenía reclamaciones en el Transpaís, extendiéndose hasta las orillas del río Congo. Las disputas sobre Guinea se resolvieron en el Tratado de París de 1900, que transformó Río Muni en un protectorado en 1885 y en una colonia en 1900.

A medida que las potencias europeas disputaban África, en 1912 Francia consiguió el protectorado francés de Marruecos por el Tratado de Fez. Posteriormente, el 27 de noviembre de 1912, Francia y España firmaron un tratado que concedió a España el protectorado español de Marruecos, buscando diluir su influencia en la región ante las preocupaciones de Alemania y otras potencias. La capital de este protectorado fue Tetuán y su parte sur hacía frontera con el Sahara Español, donde las minas del Rif fueron uno de los activos económicos más importantes. La resistencia a la ocupación española se manifestó en la guerra del Rif, destacándose la derrota de Annual, que representó la mayor derrota de la historia del ejército español, y la posterior victoria en 1927.

Entre 1926 y 1959, Bioko y Río Muni estuvieron unidos bajo el nombre de Guinea Española. Durante la primera parte del siglo XX, España perdió el interés en desarrollar una estructura económica en sus colonias africanas, pero sí estableció extensas plantaciones de cacao. Además, España contribuyó al desarrollo del sistema educativo y sanitario de Guinea Ecuatorial, que alcanzó uno de los mejores niveles de alfabetización del continente.

En 1956, España devolvió a Marruecos el territorio norte del protectorado, manteniendo el Cabo Juby. Sin embargo, en 1957, Mohamed V promovió la guerra de Ifni-Sahara contra España y Francia, resuelta mediante el Acuerdo de Cintra, que llevó a España a ceder Cabo Juby y la mayor parte de Ifni a Marruecos. En 1959, el territorio español en el golfo de Guinea adquirió el estatus de provincia ultramarina española, bajo el nombre de Región Ecuatorial Española, gobernada por un gobernador general con amplios poderes militares y civiles. En 1960, se celebraron las primeras elecciones locales, eligiéndose los primeros procuradores en Cortes ecuatoguineanas. A través de la Ley Básica de diciembre de 1963, las dos provincias se reunificaron como Guinea Ecuatorial, dotándolas de una autonomía limitada y órganos comunes a todo el territorio.

En marzo de 1968, bajo la presión de los nacionalistas ecuatoguineanos y la ONU, España acordó conceder la independencia a Guinea Ecuatorial. A partir de su independencia en 1968, Guinea Ecuatorial experimentó uno de los niveles más altos de renta per cápita de África.

A raíz de los procesos de descolonización promovidos por la ONU, en 1969, España completó el proceso diplomático que implicó la entrega de Sidi Ifni a Marruecos. Finalmente, en 1976, España abandonó el Sahara Español tras el Acuerdo de Madrid, que puso fin al control español de una región rica en recursos pesqueros y mineros, en medio de un clima de inestabilidad política, exacerbado por la marcha verde y los ataques del Frente Polisario.

A través de estos eventos, España vivió una transición hacia una nueva realidad política, donde el legado imperial dejó huella en las relaciones internacionales y las dinámicas políticas internas.

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